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Sunday, December 12, 2010

EL DISCURSO


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TEXTO DE REFERENCIA: La semana sueca del premio Nobel
Elogio de la lectura y la ficción
MARIO VARGAS LLOSA 08/12/2010
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
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Saturday, November 13, 2010

H.M. in memoriam


J.R.Albaine Pons
Publicado en Clavedigital, dic. de 2008.


H.M. ha fallecido. Murió el martes 2 de diciembre, la semana pasada. Después de 56 años, la comunidad científica mundial al fin conoce su nombre: Henry Gustav Molaison, la persona más estudiada por las neurociencias en toda su historia.

Aunque hoy día el agente Bourne, espía amnésico, producto de la creativa mente de Robert Ludlum, sea mucho más conocido popularmente, es a H.M. a quien debemos nuestros conocimientos sobre el cerebro humano- y de mamíferos- y la memoria. H.M., en todos los textos de neurociencias, en cientos de artículos científicos y en libros de divulgación hoy tiene nombre, porque ya no existe en esta Tierra.

En los años 40 del siglo pasado la escuela rusa- entonces soviética- de sicofisiología concluía tentativamente que la por ellos llamada conexión temporal, representación neural del reflejo condicionado clásico o de Pavlov- recuerden Ivan Pavlov y sus perros que salivaban al sonido de un timbre como si fuera alimento- se encontraba distribuida por todo el cerebro. La memoria y el aprendizaje era función de todo el cerebro en su conjunto.

A idéntica conclusión llegó la naciente escuela de fisiología sicológica norteamericana de la misma época; con los experimentos de Karl Lashley en monos y ratas en laberintos: las ratas tenían mayor dificultad de retener información aprendida a mayor daño experimental de su corteza cerebral. Lo importante era la cantidad de corteza eliminada y no su localización.


En la década de 1950 varias áreas cerebrales específicas fueron descubiertas asociadas de manera fundamental al comer, la sed, la temperatura corporal, el sexo, el placer y el castigo. Pero estos núcleos cerebrales estaban en las zonas antiguas del cerebro, sus llamadas zonas evolutivamente primitivas: el hipotálamo y el sistema límbico. El primero en la base del cerebro y el segundo profundo en el lóbulo temporal y formando un circuito alrededor del hipotálamo. En 1957 Hess obtuvo el premio Nobel de fisiología o medicina por sus estudios sobre el hipotálamo y la agresión.


Estos datos y descubrimientos fueron aceptados sin mucha discusión. Bueno, las funciones de “sobrevivencia”, las funciones más “animales” y las vegetativas (de ser común también a las plantas: alimentación , reproducción, ect.) estaban localizadas, pero en áreas primitivas y de vieja formación evolutiva del cerebro; pero las conductas más evolucionadas, las que nos hacían más humanos, dependían del cerebro completo ( y, claro se pensaba que la memoria y el aprendizaje eran gran parte del todo humano). La egolatría humana siempre ha estado presente.


Y Henry Gustav se dio un gran golpe a los nueve años en la cabeza y a los 27 presentaba una epilepsia intratable y que no le permitía trabajar. Unos once ataques semanales, casi dos diarios que lo tenían inutilizado casi por completo. Recordemos que en esa época no existía ni el conocimiento ni los fármacos de hoy día. En 1953, a la edad de 27 años, Henry fue sometido a una intervención quirúrgica por el Dr. William Scoville que eliminó bilateralmente una franja de tamaño de dos dedos en la corteza temporal y que eliminó también la amígdala y el hipocampo límbicos. Era la época de las psicocirugías. Unos años antes se había otorgado otro Nobel al inventor de la lobotomía en humanos: la eliminación de la corteza prefrontal para tratar la agresión, pero esa es otra historia.


La epilepsia de Henry Gustav mejoró bastante, pero profundas discapacidades en su memoria hizo que su cirujano le refiriera a W. Penfield ( el neurocirujano autor del mapa de las áreas motoras y sensoriales de la corteza humana) y a la psicóloga Dra. Brenda Milner , ambos de McGuill University, de Cánada, quienes habían publicado un estudio sobre dos pacientes amnésicos hacía poco.


No se aceptó fácil que la cirugía era la responsable del daño en la memoria de H.M., ningún componente tan cargado de humanidad como es el recordar podía estar en un lugar único del cerebro, un simple órgano, un simple montón de células.


Pero publicó Milner un artículo científico en 1962 que es hoy un clásico.

Henry sólo retenía información por unos 20 segundos y la olvidaba para siempre, pero recordaba intacta toda su memoria de antes de la operación. Se demostró así que tenemos una memoria de corto plazo y una de largo plazo y que el paso de la primera a la segunda es imposible sin un hipocampo. Es lo que llamamos la consolidación de la memoria. Pero además se le planteó a Henry un problema: dibujar una estrella entre la doble línea de otra que solo veía por el reflejo de un espejo. Esta acción no es fácil de hacer y requiere entrenamiento. Henry la realizó igual que sujetos normales, cada vez mejor y más rápido, aunque siempre creía que era la primera vez que lo hacía.

Se demostró así otro tipo de memoria, que no dependía del hipocampo y es la que nos
permite recordar habilidades motoras…como volver a montar una bicicleta después de haberlo aprendido y luego de años de no hacerlo. Este trabajo convenció a la comunidad científica de que había una base biológica de la memoria y del aprendizaje y que podía estudiarse; y en los años 70 del siglo pasado se inició un boom de estudios del hipocampo y de la amígdala límbicos y de la memoria en particular, que aún continua y que otorgó un premio Nobel en el año 2000 a Eric Kandel por su demostración de los aspectos moleculares de la memoria, en nada más y nada menos que un simple y primitivo molusco de mar.
Cientos de investigadores visitaron a H.M., cientos de estudios se le realizaron. Primero vivió con su familia, luego en un hogar de ancianos, donde una semana antes de morir y ya de 83 años se le realizó un último estudio utilizando las modernas técnicas de visualización del cerebro funcionando in vivo. Siempre estuvo dispuesto a dejarse estudiar. Comprendía de alguna manera que era especial, pues no recordaba la operación que se le realizó. Se recordaba a El mismo de 27 años, y le molestaba a veces observarse tan viejo en un espejo, recordaba la Gran Depresión de 1929 y la II Guerra Mundial perfectamente. Pero dijo:“vivo como caminando en un sueño, simplemente no puedo recordar lo que pasó hace un rato”.

Muchas personas han donado su cuerpo u órganos a la ciencia para su estudio; desde el famoso cerebro de Einstein hasta el cerebro de los homosexuales muertos de SIDA al Instituto de Anatomía de Dinamarca. Otros queriendo o sin querer van a las escuelas de medicina del mundo a que sus estudiantes conozcan con ellos lo que es ser Humano. A muchos haitianos fallecidos, indocumentados y sin familia que los procuren, deben nuestros médicos dominicanos sus primeros pasos en la Anatomía Humana.

Otras personas ofrecen toda su vida a la ciencia, al estudio de una enfermedad que presentan o de un aspecto de su naturaleza. Nuestros pseudohermafroditas de Salinas, que presentan el llamado "Síndrome Dominicano” son un caso cercano y H.M. es otro. El cerebro de Henry Gustav también fue dado a la ciencia. Así se conocerá con toda exactitud que faltaba y que no, en su traumatizado cerebro.


H.M. vivió una vida nueva cada día. Una vida difícil de describir, una mente en asombro permanente porque todo era de nuevo, nuevo para El.


Ha fallecido Henry Gustav Molaison, H.M..(1926-2008).
Nunca, quizás como ahora, más bien dicho:¡ descanse en paz!

Sunday, October 31, 2010

LA MEDIANA NO ES EL MENSAJE

Stephen Jay Gould
                                                               Traducc. de J.R.Albaine Pons

Mi vida ha  recientemente interceptado, y de una forma muy personal, dos de las famosas frases de Mark Twain. Dejaré una para el final de este ensayo. La otra (a veces atribuida a Disraeli) identifica tres clases de mentiras, cada una peor que la anterior, las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas.

Considérese el ejemplo estándar del estiramiento de la verdad con números- un caso muy redundante para mi historia.

Las estadísticas reconocen diferentes medidas del “promedio”, o tendencia central. La media es nuestro concepto usual de promedio general- sume los objetos y divida entre el número de dueños (100 dulces obtenidos por cinco niños en el próximo Halloween resultan en 20 para cada uno, en un mundo justo). La mediana, una medida distinta de tendencia central, es un punto medio. Si coloco cinco niños en fila según sus estaturas, el  que representa la mediana es más bajo que dos de los cinco y más alto que los otros dos (que puede ser que tengan problemas tratando de obtener su parte “media” de los dulces por ser más chicos).

Un político en el poder puede decir con orgullo “el sueldo promedio de nuestros ciudadanos es $15,000 al año”. El líder de la oposición puede responder:”pero la mitad de nuestros ciudadanos ganan menos de $10,000 al año”. Ambos tienen razón, pero ninguno cita la estadística con objetividad serena. El primero habla de la media y el segundo de la mediana (las medias son mayores que las medianas en estos casos porque un millonario puede elevar la media al calcularse junto a cientos de personas pobres, pero sólo puede contrabalancear a un mendigo si calculamos la mediana).

La desconfianza o el desprecio por las estadísticas es un problema muy preocupante. Muchas personas realizan una desafortunada y carente de validez separación entre el corazón y la mente, entre los sentimientos y el intelecto. En ciertas tradiciones contemporáneas, estimuladas por actitudes estereotipadas centradas en el sur de California, las sensaciones son exaltadas como más “reales” y la única base apropiada para el accionar- si se siente bien hazlo!!-mientras que el intelecto recibe poca atención como una reliquia de un elitismo fuera de moda. Las estadísticas, en esta dicotomía absurda, generalmente se transforman en el símbolo del enemigo. Como escribió Hillaire Belloe, “las estadísticas son el triunfo del método cuantitativo, y el método cuantitativo es la victoria de la esterilidad y la muerte”.

Esta es mi historia personal de las estadísticas, interpretadas apropiadamente como profundamente beneficiosas y dadoras de vida. Declara la guerra santa contra la degradación del intelecto al contar una historia acerca de la utilidad del conocimiento seco y académico sobre la ciencia. El corazón y la cabeza son puntos focales de un solo cuerpo, de una sola personalidad



En julio de 1982 supe que sufría de mesotelioma abdominal, un cáncer raro y muy serio, generalmente asociado a la exposición a asbesto. Cuando me desperté de la cirugía, la primera pregunta a mi médico y quimioterapeuta fue:” ¿cuál es la mejor literatura técnica sobre mesotelioma?”. Ella respondió, con un toque diplomático (la única vez que se separó de su franqueza directa), que la literatura médica al respecto no valía la pena de leer.

Claro, tratar de mantener a un intelectual alejado de la literatura funciona tan bien como recomendar castidad al Homo sapiens, el primate más sexual de todos. Tan pronto como pude caminar fui en línea recta hacia la biblioteca Countway de Harvard y tecleé mesotelioma en la computadora de búsquedas bibliográficas. Una hora después, rodeado de lo más reciente publicado sobre mesotelioma abdominal, me di cuenta, tragando en seco, por qué mi doctor me ofreció una respuesta tan humana. La literatura científica no podía ser más brutalmente clara al respecto- el mesotelioma es incurable, con una mortalidad mediana de sólo ocho meses luego de descubierto.

Me senté abrumado por cerca de quince minutos, luego sonreí y me dije a mí mismo: así que por eso es que no me dieron nada para leer. Mi mente empezó de nuevo a trabajar, gracias a Dios.

Si saber poco de algo puede alguna vez ser  peligroso, había encontrado el ejemplo clásico. La actitud claramente importa cuando se batalla el cáncer. No sabemos por qué (dada mi anticuada perspectiva materialista, sospecho que los estados mentales retroalimentan el sistema inmune). Pero, si agrupamos personas con el mismo cáncer por edad, clase social, salud y estatus socioeconómico, en general, aquellos con actitudes positivas, con una fuerte voluntad y propósito de vivir, con compromiso de luchar, con una respuesta activa de ayudar a su propio tratamiento y no sólo una aceptación pasiva de lo que sea que digan los médicos, tienden a vivir más tiempo.

Meses después pregunté a Sir Meter Medawar, mi gurú científico personal y premio Nóbel de Medicina en inmunología, cual sería la mejor receta para el éxito contra el cáncer. “Una personalidad sanguínea” me respondió. Afortunadamente ( ya que uno no puede reconstituirse a sí mismo en poco tiempo y con propósito definido) soy de temperamento moderado y confidente, como buen sanguíneo.

He aquí el dilema para doctores de humanos: ya que las actitudes son tan críticamente importantes, ¿debería propalarse una conclusión tan sombría, especialmente con tan poca gente con conocimientos de estadísticas como para poder evaluar qué significan en realidad estas aseveraciones? Con mi experiencia de años en la evolución a pequeña escala de los caracoles terrestres de Bahamas y el tratamiento cuantitativo de sus datos, he desarrollado este conocimiento técnico- y estoy convencido que ha jugado un importante papel en la salvación de mi vida. Como dijo Bacon, conocimiento es poder.

El problema puede plantearse brevemente: ¿qué significa una “mortalidad mediana de ocho meses” en nuestro lenguaje coloquial? Sospecho que mucha gente, sin entrenamiento en estadísticas leería esta oración así: “Yo probablemente esté muerto dentro de ocho meses”- la misma conclusión que debería evitarse, ya que no es así y las actitudes son importantes.

Claro, yo no estaba feliz, pero tampoco entendí el mensaje coloquialmente. Mi entrenamiento técnico produjo una perspectiva diferente de “mortalidad mediana de ocho meses”. El punto es delicado, pero profundo- ya que encierra la manera distintiva de pensar de mi propio campo de biología evolutiva e historia natural.

Nosotros aún llevamos a cuestas el equipaje histórico de la herencia platónica que busca esencias claras y definidas y sus límites ( así esperamos encontrar un “inicio de la vida” o “definición de la muerte” sin ninguna ambigüedad, aunque la naturaleza se nos presente generalmente como un contiguo irreducible). Esta herencia platónica con sus énfasis en las distinciones claras y entidades inmutablemente separadas, nos lleva a ver las medidas estadísticas de tendencia central de manera errónea, aún más, opuestas a la apropiada interpretación de nuestro actual mundo de variaciones, sombras y continuos. Brevemente, vemos las medias y medianas como las “realidades” fuertes, y la variación que permite su cálculo como un conjunto de medidas imperfectas y transitorias, que ocultan su esencia. Si la mediana es la realidad y la variación a su alrededor sólo un artificio para su cálculo, el “yo probablemente estaré muerto en ocho meses” puede pasar como una interpretación razonable.

Pero, todos los biólogos evolutivos saben que es la propia variación la única esencia irreducible de la naturaleza. Medias y medianas son abstracciones. Por lo tanto, miré las estadísticas sobre mesotelioma de manera diferente- y no sólo porque soy un optimista que tiende a ver la rosquilla y no su agujero, sino primariamente porque se que la propia variación es la realidad. Yo tenía que colocarme entre las variaciones.

Cuando supe de la mediana de ocho meses, mi primera reacción intelectual fue: bien, la mitad de la gente vivirá más tiempo, entonces que chances tengo de estar en esa mitad. Leí intensa y nerviosamente por una hora y concluí, con alivio: muy buenos.Yo poseía cada una de las características que confieren la probabilidad de una larga vida: era joven, mi enfermedad se diagnosticó en un relativo estadio temprano, recibiría el mejor tratamiento médico del país, tenía todo un mundo por el cual vivir, sabía leer los datos de manera apropiada y no desanimarme.

Otro punto teórico vino a aumentar mi tranquilidad. Yo inmediatamente reconocí que la distribución de la variación alrededor de una mediana de ocho meses, casi seguro sería lo que las estadísticas llaman “de tendencia derecha” ( en una distribución simétrica, la variación hacia la izquierda de la tendencia central es una imajen de espejo de la variación hacia la derecha. En las distribuciones sesgadas o tendenciadas, la variación hacia uno de los lados es muy extendida- hacia la izquierda o hacia la derecha). La distribución de la variación tenía que ser sesgada, razoné. Después de todo, el lado izquierdo de la distribución contiene una frontera irrevocable de cero (ya que el mesotelioma puede ser identificado en el momento de muerte o antes), así que no hay mucho espacio para la parte baja (o izquierda) de la distribución. Pero la mitad superior (o derecha) puede extenderse por años y años, aunque nadie la llegue a sobrevivir. Esta distribución tiene que ser sesgada hacia la derecha, y necesitaba saber que tan lejos esa extendida cola llegaba- porque yo ya había concluido que mi perfil favorable me convertía en un buen candidato para esa parte de la curva.

En realidad la distribución era fuertemente sesgada hacia la derecha, con una larga cola (aunque fuese pequeña) que se extendía por varios años por encima de la mediana de ocho meses. No veía razones por las cuales yo no fuera parte de esa pequeña cola, y tuve una larga espiración de alivio. Mis conocimientos técnicos me habían ayudado. Yo había interpretado la gráfica de manera correcta y encontrado la respuesta. Había obtenido, con toda probabilidad, el más preciado de todos los regalos posibles dadas las circunstancias- algo de tiempo. No tenía que detenerme y seguir de inmediato la expresión de Isaías a Jeremías: pon tu casa en orden porque morirás y no vivirás. Yo tenía tiempo para pensar, planear y pelear.

Un punto final acerca de las distribuciones estadísticas. Sólo se aplican a un conjunto dado de circunstancias- en este caso la supervivencia a mesotelioma en las condiciones convencionales de tratamiento médico. Si las circunstancias cambian, la distribución varía. Me colocaron en un protocolo experimental en mi tratamiento y, si la buena fortuna sigue, estaré en el primer grupo de una nueva distribución con una mediana alta y una cola derecha que se extenderá hasta la muerte por causas naturales en una avanzada vejez.

Bajo mi punto de vista se ha convertido en una moda la aceptación de la muerte, como algo unido a cierta dignidad intrínseca. Claro, estoy de acuerdo con el predicador del Eclesiastés de que hay tiempo para amar y tiempo para morir y cuando mi hilo se termine espero encarar el final calmadamente y a mi manera. Sin embargo, para la mayoría de las situaciones, prefiero una situación más marcial, de que la muerte es el enemigo final y no encuentro nada reprochable en aquellos que luchan con todas sus fuerzas contra la muerte de la luz.

Las espadas de batalla son numerosas y ninguna más efectiva que el humor. Mi muerte fue anunciada en una reunión de mis colegas en Scotland, y yo casi tuve la experiencia del delicioso placer de leer mi obituario de la pluma de uno de mis mejores amigos ( y él también sospechó y chequeó, es también un estadístico y no esperaba encontrarme tan alejado de la cola derecha). Aún así el incidente me permitió mi primera carcajada luego de mi diagnóstico. Sólo piense, por poco repito la línea más famosa de todas las de Mark Twain: “los reportes sobre mi muerte están muy exagerados”.


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Tuesday, October 19, 2010

El mono doméstico


Quizás resulte, después de todo, que el popular decir que todo perro se parece a su dueño, sea más que simple picardía popular.     Clavedigital, 28 de octubre de 2008.

¿Somos los seres humanos monos domésticos?

Las características de un animal doméstico son que es manso y se reproduce en cautiverio adaptándose a un ambiente nuevo y si se quiere, artificial. Es además alimentado, no tiene que salir a buscar comida.

Y los animales domésticos, las especies domésticas, son pocas. También son pocas las plantas domesticadas.

Ya en su libro clásico para explicar en parte la evolución humana, Germs, Steel and Guns, el fisiólogo y antropólogo norteamericano Jared Diamond nos recuerda que el Africa Subsahariana no pudo desarrollar grandes civilizaciones por no presentar animales domésticos. La gran fauna que tanto admiramos de Africa es salvaje, imposible de domesticar, por su propia biología.

No fue casual que Darwin dedicase tanto espacio a las palomas y los perros en su Origen de las Especies, para explicar su alta variabilidad y una evolución por selección, en este caso humana.

Otra característica de los animales domésticos es que son muy variables en su forma, en su fenotipo, constituyen así muchas razas. Son también muy prolíficos. La historia de Darwin, en su libro El Viaje del Beagle, de los miles y miles de caballos en la pampa argentina, descendientes de unos pocos caballos dejados sueltos por los españoles es clásica. Pero hay que notar que aparentemente esto no influyó en un gran aumento de los pumas, el depredador natural de esta zona. La clásica relación poblacional presa-depredador, que por ejemplo se ha demostrado con zorros y lobos y conejos en América del Norte, no aparece tan clara cuando uno de los dos es un animal doméstico.

En los perros la variabilidad es máxima. Ninguna otra especie presenta tal rango en tamaño y tal variabilidad en formas y hoy día, gracias a investigaciones recientes, se ha identificado el grupo de genes responsables. Lo que no sabemos, todavía, es cuales son los genes distintos en los lobos y los perros. Desde 1993 el perro se conoce científicamente como Canis lupus familiaris , o sea una variedad o raza de los lobos, ya que los individuos de cruces de perros y lobos son fértiles; pero algunos genetistas no parecen estar de acuerdo y lo tratan como  especie aparte. Hoy se conoce el genoma del poodle y del bóxer y aunque hay unas 155 razas de perros reconocidas, la mayoría solo tienen entre 200 a 300 años de formadas. Se calcula que el perro es un animal de 40,000 años de antigüedad.

Algo parecido se investiga en los cerdos y los jabalíes, y los cerdos son también muy variables. Los de Europa forman un grupo genético reconocible, pero los de Irak y Turquía son distintos.

Recuerdo haber leído que los zorros plateados, criados en cautiverio experimentalmente, para más fácil aprovechar su valiosa piel y no tener que cazarlos, con las sucesivas generaciones perdían su ferocidad, las colas y las orejas estaban siempre caídas y eventualmente disminuyó la calidad de su pelaje, lo que mostró el fracaso del experimento.

¿Qué genes, o que grupos de genes, es el que permite que un animal, o una planta, sea domesticada? Entre los cereales, por ejemplo, un gen recesivo anula la capacidad de la simiente de caer al suelo desde que está madura. Si las semillas cayeran al suelo por sí mismas, esto hubiese imposibilitado su cosecha y de esta característica haber estado definida por varios genes, la domesticación de los cereales hubiese sido muy difícil o imposible.

Debe de ser un pool de genes muy especial, que permite que actúe sobre la especie la selección impuesta por los humanos y que a su vez produzca tan alta variabilidad y elevada tasa reproductiva, pues hay más caballos en el mundo que cebras o los caballos originales, más perros que lobos, más vacas que bisontes o Uros; más individuos domésticos que de aquellos de donde surgieron. Aunque la protección recibida de los humanos sea un factor, su capacidad biológica reproductiva es fundamental. Sólo recordemos que el orangután se reproduce una vez cada ocho años.

Y viven hoy más humanos que todos los demás primates juntos (aún previa a la drástica disminución actual de poblaciones salvajes por los cambios ambientales antropogénicos) y con una alta variabilidad también: en tamaño-desde los pigmeos del Congo hasta los indios gigantes de la Patagonia, los altos nórdicos y los bajos sur-asiáticos- y en las razas- distintas estructuras óseas, pelo, color y hasta enzimas, como la lactasa.

¿Y entonces, seríamos los humanos los primates domésticos? Un primate que perdiendo el pelo, amansándose y por ende más sociales (como los otros domésticos) fue naturalmente seleccionado por los procesos adaptativos de su evolución para obtener como resultado inesperado sociedades complejas y con capacidad de variar su propio ambiente?

La propuesta reciente de grandes ríos subsaharianos que atravesaban el Sahara y llegaban al mar Mediterráneo nos presenta otras vías, además de la Delta del Nilo, como salida de Africa y de encuentro con un ambiente nuevo, distinto de la sabana, que nos pudo acelerar la domesticidad; al permitir desarrollarla en otras especies y aparecer así la llamada Revolución Paleolítica. De repente teníamos comida en la agricultura y ganadería incipientes…y como se ha planteado recientemente, teníamos leche. Dejamos de ser buscadores continuos de alimento, repartidos al azar en el ambiente.

¿Están los genes de la domesticidad humana de alguna manera cercanos al pool genético que nos da el lenguaje y los cambios en la laringe para articular sonidos? Ya Darwin notaba que los perros tienen más sonidos de comunicación entre ellos que los lobos de donde provienen.

Es todo una interesante conjetura. Sólo que hoy día puede ser una hipótesis científica. Esperemos que se produzcan los conocimientos, hoy posibles, de las diferencias genéticas entre perros y lobos, gatos y felinos, patos salvajes y domésticos y cerdos, llamas, pollos y vacunos y caprinos y su estirpe original. ¿Será el mismo pool de genes?; ¿habrá significativamente un parecido cambio genético entre los distintos animales domésticos y sus originales?  ¿Estará no directamente en los “genes”…sino en el miniARN recientemente descubierto y que activa unos genes y otros no?

Pudiéramos entonces comparar el moderno Homo sapiens con las otras aproximadamente veinte especies de Homo, hoy fósiles. No nos parece que somos un simple “tercer chimpancé” como algunos han escrito. Somos más bien un Homo, distinto del chimpancé, y además, doméstico. ¿Pudo ser que la desaparición del Homo neanderthalis ocurriera por ser salvaje y no doméstico? ¿Qué por no ser doméstico sólo pudiera existir en grupos pequeños y fue así eliminado de la competencia por el cada vez más doméstico, gregario y hablador y manipulador y más abundante, Homo sapiens?

Quizás el futuro nos diga que nuestro nombre debería ser Homo domesticus ( después de todo…no somos tan pensadores) aunque hoy este nombre sea ya muy usado: desde el exitoso best-seller del 2007 de David Valdez Greenwood, que relata los avatares de una pareja homosexual que decide vivir en matrimonio; un reciente documento de la Comunidad Económica Europea que estudia el uso de electrodomésticos en la actualidad o la calificación de Borges de Homo domesticus para comentar a Kafka.

La domesticidad de Homo sapiens nos puede decir mucho sobre nuestra elevada variabilidad dentro de una norma, sobre las razas, la violencia de algunos individuos ( un millón de presos en los EstadosUnidos), nuestra conducta toda, nuestras creencias y más importante aún, nuestra potencialidad biológica particular. Esperemos pues, estos datos están al llegar.

La técnica, y la cultura, no fue lo que nos domesticó, fue nuestra biología.

Quizás resulte, después de todo, que el popular decir que todo perro se parece a su dueño, sea más que simple picardía popular.

Saturday, October 9, 2010

El cerebro homosexual ( Clavedigital, noviembre de 2009)

Hace cuarenta años se inició una lucha por ciertas libertades, de una manera si bien espontánea, pero, visto desde nuestra óptica actual, inevitable.

Las dos de la madrugada, la acera frente al bar Stonewall Wall Inn (pared de piedra, pared alucinada), en el centro del famoso barrio Greenwich Village de New York. Un bar de mafiosos y de clientes homosexuales. Hace 40 años, policías de la brigada anti-vicio de N.Y. “se tiraron” en Stonewall Wall Inn.

Generalmente en tales redadas, los que no podían escaparse eran sometidos a humillaciones y a “asaltos legales” por su dinero. Era parte de ser un homosexual en New York. Pero esa noche los parroquianos hicieron resistencia. El escándalo fue mayúsculo, con cuatro noches seguidas de turbas de protestas. Ese sábado, junio 28 de 1969, nació, y ha venido creciendo, el movimiento por los derechos humanos y civiles de los homosexuales. El hoy archiconocido “movimiento gay”.

Hace un par de semanas el presidente estadounidense Barack Obama los recibió en la Casa Blanca. De verlo en las noticias de CNN recuerdo que les dijo algo como “no tienen que recordarme nada- dicho movimiento apoyó al actual Presidente en su campaña- se perfectamente bien lo que significa ser discriminado” y “yo estoy aquí con ustedes, en esta lucha”.

Hoy, 40 años después, ya sea por la propia presión de las personas con esta particularidad sexual, ya sea por muchos otros fenómenos que ha vivido la humanidad, existe una mayor tolerancia hacia esos ciudadanos. No en todas partes, por supuesto. Cuba comunista los encerraba en granjas de “reeducación” y hoy la hija del Presidente, por herencia lateral, de ese país, dice
que se preocupa por una mayor apertura en ese campo, pero en los países musulmanes es algo más que un crimen y en China quién sabe cómo es.

Pero en el mundo occidental es ya otra cosa. Ni asombro ocasiona que la protagonista de la trilogía Millennium del sueco Stieg Larsson, con millones de libros vendidos, esa Lisbeth Selander [de quien Vargas Llosa dijo que debería ser tan recordada como el Quijote], sea una dubitativa bisexual; así como tampoco ocasiona mucho asombro la homosexualidad de muchos de nuestros sacerdotes católicos (más bien son noticia los que se van con una mujer y tienen hijos).

Pero no por mayor tolerancia deja la ciencia de interesarse en un fenómeno. Y en especial si dicha manifestación no parece encajar, a primera vista, con la teoría de la evolución, con el proceso evolutivo. Después de todo en el Galileo de Berltold Brecht se escucha este personaje exclamar “el fin de la ciencia no es abrir la puerta de la sabiduría infinita, sino establecer un límite al error contínuo”.

Hoy día buscamos nuestras diferencias y similitudes, no en la cultura, ni en los procesos sociales ambos de corta data entre los humanos, sino en nuestra biología, en nuestra evolución.

Y si algo nos ha enseñado la ciencia de la vida es que los humanos somos animales mamíferos, que al igual que todos los demás que hoy viven sobre nuestro planeta hemos evolucionado; y hay más, la psicología evolutiva nos informa, y busca más datos y sigue buscando, que nuestra especificidad humana particular, lo que nos hace humanos y, aunque animales, diferentes, es nuestra evolución en el último millón de años, nuestra evolución en la época geológica llamada Pleistoceno.

Hablar de la biología actual es hacerlo sobre la genética contemporánea. Y precisamente los genetistas reportan que han encontrado 54 genes que pudieran explicar las diferencias entre los machos y las hembras. 36 de estos son más activos en los cerebros de las hembras y 18 en los cerebros de los machos. Gran parte de la expresión de estos genes estaría en el hipotálamo cerebral.

El hipotálamo humano, un área muy reducida del cerebro, de apenas 4 cm3 ,se encuentra en la base del cerebro. Si pudiéramos entrar a nuestro cerebro por la boca, lo encontraríamos detrás de la campanita de nuestra garganta, para situarlo en contexto. Pero esa pequeña masa cerebral tiene unos 70 núcleos nerviosos distintos, conocidos y bien diferenciados y en gran parte nuestra sexualidad depende de varios de ellos.

Ya en 1991 Simon Le Vay, en estudios de cerebros de homosexuales varones fallecidos a causa del SIDA, mostró que el núcleo INAH3 del hipotálamo anterior era del mismo tamaño que el de mujeres, en general, un tercio del tamaño de dicho núcleo en el varón heterosexual. Fue el primer aviso que llegó a la gran prensa en esos días. Más tarde se encontró una zona en el cromosoma X de los varones homosexuales, la Xq25, que se asoció a esta forma de sexualidad.

Hoy día, expertos han reportado observaciones de conducta homosexuales en unas 200 especies de animales y se ha estudiado con mayor precisión la presentada en los bovinos. En los carneros (ovejos) se presenta una alta homosexualidad, uno de cada diez machos es homosexual. El núcleo preóptico del hipotálamo de estos animales homosexuales es de igual tamaño que en las hembras, ovejas, y dos veces menor que en machos heterosexuales. También en estos cerebros es elevada la presencia de la enzima aromatasa, que transforma la hormona masculina testosterona en estrógenos femeninos.

Claro, los estudios en humanos se han enfocado en el hipotálamo anterior porque aquí es donde están los centros principales de la conducta sexual. Y lo curioso es que estos centros se comportan en los homosexuales varones igual que en mujeres heterosexuales y en las mujeres homosexuales como los de varones heterosexuales. Como si estas personas tuviesen un hipotálamo anterior del sexo opuesto.

Igual ocurre en otras zonas. Personas a las cuales se les muestran rostros de mujeres y de varones mientras sus cerebros son monitoreados por tomografía de resonancia magnética funcional muestran actividad en el tálamo y la corteza pre-frontal medial al ver fotos de mujeres si son varones heterosexuales y mujeres homosexuales; y si son varones homosexuales y mujeres heterosexuales estas estructuras, relacionadas con la atención, sólo se activan ante fotos de varones.
Igual patrón invertido encontramos en las conexiones de la amígdala límbica, un evolutivamente antiguo núcleo cerebral relacionado al miedo y a las emociones en general. Los varones homosexuales parecen hembras heterosexuales y las hembras homosexuales varones heterosexuales.

Esto último parece importante, pues hay sólidos indicios de que desbalances hormonales durante el embarazo juegan un rol determinante, y más aún, la orientación sexual del futuro individuo parece fijarse en los meses tercero y cuarto del embarazo en las zonas más filogenéticamente antiguas del sistema límbico, mientras que las características sexuales secundarias ( de varón y mujer) y la conducta sexual reproductiva típica de la especie- o sea entre heterosexuales- se fija en los meses 5 y 6 en zonas más diversas y “nuevas” del cerebro.

El núcleo supraquiasmático del hipotálamo anterior- el que contiene nuestro llamado reloj biológico- es en cambio mayor en homosexuales masculinos que en heterosexuales, e interviniendo su contenido de aromatasa en ratas neo-natas se han obtenido animales bisexuales.

Finalmente, el metabolismo de la serotonina no es igual en el hipotálamo homosexual que en el heterosexual, pues se activan distintamente con el antidepresivo fluoxetina (PROZAC).

Hoy ya sabemos varias cosas: en conductas sexuales y selección de parejas el homosexual se comporta como el sexo opuesto, tanto a nivel conductual como de actividad cerebral. Las interacciones hormonales con el cerebro en desarrollo embrionario son importantes en estos fenómenos.

Pero un hombre homosexual no es una mujer, ni una mujer homosexual es un varón. Otras áreas cerebrales asociadas a conductas no reproductivas deben ser estudiadas en estas personas y conductas no necesariamente ligadas a procreación y satisfacción sexual deben cuidadosamente ser analizadas. Así, la explicación de por qué los genes y ambientes celulares que activan estos genes han permanecido en la evolución sería aclarada y las diversas teorías presentadas contrastadas. Saber más de esta condición en animales y humanos, como dijo Galileo, nos ayudará a detener errores contínuos y estas características pasaran a ser tan humanas, y animales, como el color de los ojos, la altura, el tipo de piel o la estructura ósea…y cerraremos una puerta más a la ignorancia, al oscurantismo y a la discriminación.

El cerebro homosexual humano es distinto, pero sigue siendo un cerebro muy humano.