Como olvidar el
Frankenstein de Mary Shelley de 1818, filósofa ella y novelista, y esposa de
filósofo e hija de padre y madre
filósofos; pero no hace falta ir más allá del famoso Doctor No de Ian Fleming y
su superagente 007, que llevó a la fama a Sean Connery, para observar que el
científico demente y maligno es una aceptación común y hasta atractiva, en el
aún más común de los mortales, que asistían y asisten pasivamente a distraerse
con el cine, ese oficio del siglo XX.
Entre
el cine, la propaganda política y la aureola blanca de pelo que rodeaba la
cabeza de Einstein y que hoy día vemos casi repetida en el famoso divulgador
científico español Edouard Pounset y su programa REDES de Radio Televisión Española
y una bien montada y dirigida política anti-ciencia, hoy el científico loco,
que hay que cuidar, vigilar y señalarle los caminos éticos de la ciencia es un
lugar común ( como gustan de expresar los filósofos y literatos postmodernos,
cuando no nos hablan directamente de geometría y geología sin saber nada de
ninguna de estas ciencias…No en balde Michel Houellebecq, el principal escritor
galo de hoy titula dos de sus más exitosas
novelas “Las partículas elementales” y “el mapa y el territorio” ).
¡Y nada
más alejado de la realidad!
Cuando
N.Suslov, por allá por la época de la Guerra Fría de los años 70 del siglo
pasado, reinaba sobre el Partido Comunista de la Unión Soviética como su
encargado de doctrina e ideología recuerdo haber leído de su pluma que el papel
de los partidos comunistas del tercer mundo no era hacer la revolución, sino
infiltrar las universidades y centros de investigación y evitar a toda costa el
crecimiento y desarrollo de la “ciencia burguesa” dependiente del “complejo
científico-militar del imperialismo”. Es que la Unión Soviética nunca llegó a
tener ni la ciencia ni la tecnología para producir un escudo protector contra
misiles (como alguien afirmó recientemente), que los israelitas han demostrado
que si tienen, destruyendo el 70% de los misiles balísticos lanzados contra
Jerusalén en estos días.
La religión Católica Romana por un lado y mas vehementemente los evangélicos radicales estadounidenses por otro han hecho su parte, no como pudiera creerse desde la cómica discusión sobre la evolución en el siglo XIX, sino especialmente desde 1958, cuando se desarrolla la píldora anticonceptiva intentando detener, sin ningún éxito en ese caso, el sexo recreativo y sin consecuencias reproductivas entre los humanos. Si, los científicos eran los enemigos y la ciencia, producto en un 90% del mundo estadounidense el peligro inminente y tenía que ser detenida. Cosa que, por otro lado, no se pudo. La Unión Soviética y su régimen totalitario desapareció y los Estados Unidos entre el año 2000 y el 2010 publicaron 3 millones de artículos científicos, compárese con los 339,164 de España y los 212,000 de Brasil y probablemente unos 20 de República Dominicana para el mismo período, por ejemplo.
Miremos las encuestas de aceptación de la teoría de la evolución en los propios Estados Unidos, un parámetro que nos puede hablar de la comprensión popular de la ciencia en ese país: 1982-9%, 2002- 12%, 2006-14% (Gallup) y 2011- 21% (Fox). La civilización del espectáculo es solo una apariencia, pues con poca gente entendiendo ciencia (es que no es fácil) el crecimiento científico ha sido extraordinario, para no usar una frase postmoderna como sería de coordenadas geométricas cosmológicas.
Y hoy
día, cualquiera dice que fueron científicos los que lanzaron las bombas sobre
Hiroshima y Nagasaki, que son científicos los que liberan gases venenosos en
las trincheras enemigas, que la política
es una ciencia y que son científicos los que pretenden exterminar una hipótesis
mal propuesta y nunca demostrada como es la existencia de un ser mas allá de la
naturaleza conocida a quien debemos reverenciar y exaltar como hacían los
antiguos persas con su Dario, su Rey de Reyes.
¡Todo
lo malo se debe a la ciencia!
Olvidan
que cuando políticos utilizaron la dinamita para exterminar gente, el químico
sueco Alfred Nobel, su descubridor, decidió dejar toda su fortuna para que
fuesen repartidos sus beneficios entre los científicos destacados por descubrir
asuntos en beneficio de la humanidad y hasta entre los literatos que ilustran al
mundo.
Cualquiera cree que la Declaración de Helsinki, sobre experimentos en humanos fue pensada y propuesta por otros que no fuesen científicos. Y que las normas de publicación de la Sociedad para la Neurociencia, traducida y publicada también en nuestro país por Intec y como publicación especial del hospital infantil Robert Reid Cabral, donde se establecen los parámetros éticos entre los autores de un trabajo científico, fue pensada por otros y no por los competentes en esa nueva área científica.
Y lo
que hacen los políticos, los militares, los grandes capitales con los productos
de la ciencia y del conocimiento y sus aplicaciones nadie se los dice a ellos;
la soga se rompe siempre por lo más débil, por los científicos.
Pero
claro. Todos conocemos el nombre de la última mujer de Borges y de Vargas Llosa
y todos los avatares del autor del Retrato de Dorian Gray por su
homosexualidad, que para la época era prohibida e ilegal en Inglaterra y nadie
sabe cómo se llamaba la última mujer de Einstein (ni la primera), por qué nunca
se casó Newton, ni por qué se suicidó Alan Turing, el inglés a quien debemos
todo el mundo actual del computo. Y es un problema de mercadeo. Se vende y
hasta entretiene todo lo que dijo Borges y más aún, muchísima gente lo
entiende. Pero lo que escribió Einstein, Turing o cualquier científico normal
de nuestros días, es entretenido solo para pocos, no tiene mercado de masas, no
es parte del divertimento de Vargas Llosa y requiere un esfuerzo para su
comprensión casi idéntico al que llevó a su realización; aunque su uso práctico
nos cambie diariamente nuestras vidas.
El
sueño de algunos humanistas de que su función es extremarse en conocer y dictar
los límites de la ciencia y la ética y moral de sus trabajos aparenta patético
y se parece bastante a la negación de la ciencia de los pasados postmodernos
latino-europeos, que sin embargo, no dejaban de utilizar las palabras de caos,
emergente, sistémico, nuclear y geométrico sin, en palabras personales que me
dijese Mario Bunge, ¡ni siquiera saberse la tabla de multiplicar del 4!
Y hoy
día ya no solo es el científico el demente. Hannibal Lecter, reconocido como el
villano más terrible del cine en toda su historia, es un erudito, un scholar,
como dicen los ingleses. El saber se equipara, exitosamente, con el mal. No en
balde algunos hablan de que en el mito bíblico de Adán, el comer de la manzana
(curiosamente en español me lo enseñaron como el Arbol del Bien y del Mal y en
inglés como el Arbol del Conocimiento) no fue un simple acto de desobediencia,
sino una búsqueda de sabiduría, de ser conocedores de todo, de ser como Dios. Y
claro, devino en expulsión del paraíso.
El
científico loco no existe. Pero ninguna figura más genuina que esa para seguir
justificándonos en nuestras ligeras vidas ingenuas. Nada mejor que la
irracionalidad y el desconocimiento para desgobernar pueblos e impedir el
surgimiento de sus élites pensantes, para poder hacer pasar por grandes
intelectuales y pensadores a políticos pequeños, villanos e incompetentes, que
siempre se quieren vender como los salvadores de la humanidad.