J. R. Albaine Pons
Acento.com.do, 18 de abril 2016.
Acento.com.do, 18 de abril 2016.
Uno de
los reconocidos dolores de cabeza de Charles Darwin (1809-1882), ese inmenso
pensador que nos colocó de lleno en la naturaleza que nos rodea y asombra, fue
la cola del pajuil o pavo real.
¿Por
qué esa cola tan larga, tan vistosa, tan pesada, tan cara –energeticamente
hablando-, tan atractiva como señal para depredadores?
Con su
libro “El origen del hombre, y la selección en relación al sexo” de 1871,
Darwin encontraba una respuesta: “no es una lucha por la existencia, sino una
lucha entre machos por la posesión de las hembras”.
Un
reciente ensayo de A.Riley en la revista Aeon (abril 15, 2016) nos trae una
nueva y más profunda visión del problema.
A la
pregunta de qué ven las hembras en los machos para elegirlos se ha respondido
de distintas maneras: un padre más saludable para sus hijos, uno más fuerte y
así con mayor facilidad para proveer; uno más simétrico, lo que se traduce en
mejores genes; uno de piel más limpia y lustrosa, lo que señala mejor defensa
de los parásitos y varias más por el estilo.
Ahora
Riley presenta la hipótesis de Geoff Hill (2013), un biólogo evolucionista de
la Universidad de Alabama. Una hipótesis más abarcadora, simple, profunda y
comprobable: las hembras prefieren machos con más energía. Con la suficiente
energía para gastar en ornamentos, colores y brillo y lustre del cuerpo.
Son las
aves -recordemos, fue un pajuil que puso a pensar a Darwin por años- las que
más se investigan respecto a estas ideas. Sus cantos -solo los machos cantan- y
sus plumas y coloraciones son fácilmente medibles y así constituyen un material
simple de studio.
Pero
hay que saber algunas cosas. Ya en artículos anteriores he comentado sobre las
mitocondrias, esos organelos celulares productores de toda la energía en todos
los seres vivos no bacterianos. Esas mitocondrias que se heredan únicamente por
vía materna (todos tenemos las mitocondrias de nuestras madres y por eso los
primos maternos son mas parientes que los otros primos) y que evolucionaron de
una bacteria que evitando que el oxígeno las afectara al combinarlo con
hidrógeno y producir agua, liberaban energía usada a su vez por aquella otra
bacteria que se constituyó en su huésped, formándose así la primera célula
primordial de donde provenimos todos.
Esa
célula evolucionó y su núcleo encerró aquel ADN que hoy forma a todos los
hongos, plantas y animales. Todos tenemos esa herencia ancestral. Pero la
mitocondria dentro de esta célula ancestral también evolucionó, su tasa de
mutación es cinco veces mayor que la del núcleo, y al tener su ADN propio pasó
mucho de éste al núcleo y hoy nos quedan a los humanos un ADN mitocondrial con
solo 13 genes. Este es el ADN que utilizamos para la identificación de
personas, por ser tan pequeño, y así, más manipulable. Pero quedó una relación
entre el ADN mitocondrial y el ADN nuclear, ya que muchas de las proteínas que
participan en la formación de las moléculas energéticas celulares y que
funcionan en la mitocondria, son sintetizadas a partir de instrucciones nucleares.
Una
investigación reciente realizada en copépodos marinos, interesantes animalitos
microscópicos familia de los cangrejos y camarones y un verdadero disfrute para
los amantes de la microscopía, presentó un resultado inesperado.
Copépodos
(los organismos multicelulares más numerosos del planeta) de la misma especie,
pero de distintas poblaciones, al ser apareados producen descendencia con
múltiples complicaciones. Las mitocondrias de sus células ya han variado lo
suficiente para no trabajar al unísono con sus núcleos. ¿Qué puede esto
significar para los seres humanos? El ensayo citado no se atreve ni a
mencionarlo, pero el resultado en los copépodos estudiados está ahí y es
replicable. Y recordemos que son nuestras neuronas, nuestro cerebro, el mayor
consumidor de oxígeno, luego el de mayor número de mitocondrias…¿serán
afectados los cerebros de los descendientes de poblaciones humanas separadas
por milenios si decidieran aparearse? ¿Ha pasado eso ya?
Volvamos
a las aves. Recordemos que en los humanos y el resto de los mamíferos el sexo
viene dado por los cromosomas XY. La hembra es XX y el macho XY y el cromosoma
Y es el más pequeño de todos. En aves (y mariposas) es distinto: Los machos son
ZZ y las hembras ZW. O sea, el cromosoma Z viene del padre y puede que de la
madre también, es el de mayor tamaño y contiene tres genes fundamentales para
sintetizar proteínas que irán a las mitocondrias. En otras palabras, en aves la
mayor cantidad de energía celular viene del padre, es herencia paterna. Y ya un
estudio demostró que los organismos con sistema ZW son los más coloreados y
ornamentales de toda la naturaleza.
Así las
cosas, las aves hembras seleccionan para padres de sus hijos a los machos de
mayor producción de energía celular. Nos pone a pensar como selecciona la
hembra de mamífero y la humana en particular.
Y si el
“acuerdo” entre la mitocondria y el núcleo para la producción de energía dentro
de las células se rompe entre organismos de la misma especie, solo por estar
segregados en poblaciones distintas, ¿será la tal llamada “globalización” en
humanos un mito más creado por variados intereses y algo biológicamente
imposible de alcanzar? ¿O somos los humanos diferentes en esos aspectos? Creo
que en este siglo, y más pronto que tarde, se derrumbaran muchas barreras
culturales y políticas que hemos creado para no estudiarnos a nosotros mismos. Parece
que tememos que se caiga todo un andamiaje ideológico que nos ha movido por los
últimos dos milenios. La necesidad de saber más, para vivir más y mejor,
terminarán con esas barreras dogmáticas al conocimiento. Atreverse a saber,
decía el viejo profesor Kant.
Los
nuevos saberes nos impondrán nuevas ideologías y nuevas formas de pensar, por
supuesto que si, a menos que nuestra especie llegue a ser el primer ejemplo de
un suicidio colectivo por ideas, aunque no quede quien, que sepamos por ahora,
lo estudie. Estarán las aves, eso sí, aún cantando y con sus vivos colores,
buscando desesperadamente sus parejas ¡y los copépodos!