Acento.com.do, abril 7 del 2017
Ya es un espacio común. Todos lo
sabemos. La diferencia entre una ideología, o una religión, y la ciencia es que
ésta última elimina sus errores y pudiéramos decir, se corrige; mientras las
dos primeras son dogmáticas, tienen lo que creen (o hacen creer) que es una
verdad y se aferran a ella y gran parte de su actividad es mantenerse dentro de
sus cánones expulsando a quien fuese que proponga un cambio, por pequeño que
sea.
Pero a veces me parece que no todos
comprenden bien la autocorrección de la ciencia. Y una visión hay que tener
bien clara: es la ciencia como conjunto de conocimientos y prácticas la que se
corrige, no son los científicos los que de un día para otro cambian sus ideas.
Muchos tienden a pensar que si a
un científico le muestran pruebas de que su hipótesis o teoría es falsa, ipso
facto ellos la abandonan o la cambian, y nada más equivocado.
El científico que descubre, en
una lectura o en un coloquio o simposio o congreso, que otros colegas han logrado resultados que
contradicen su pensar o su propuesta tiende a defenderla y sigue buscando e
investigando intentando que su teoría sea la que domine la comprensión de tal o
cual fenómeno. Y no pocas veces las discusiones en congresos y seminarios
especializados han sido agrias y hasta jarras de agua se han lanzado. A menudo
ocurre también que se tiende a ignorar las propuestas contrarias, como si no
existieran.
Son muy pocos los ejemplos de
que un científico haya variado su posición, por escrito, acerca de un tema. Un
ejemplo notable fue el ofrecido por el fallecido Stephen Jay Gould, muy famoso
en los finales del siglo pasado como paleontólogo, evolucionista y trascendente
divulgador científico, quien al presentarse la hipótesis de que los dinosaurios
y grandes reptiles se extinguieron producto de los cambios climáticos que
produjo el impacto de un gran asteroide frente a lo que hoy es Yucatán, en
México, presentada en 1979 por Luis Alvarez ( premio Nobel de Física en 1968) y
su hijo Walter Alvarez , geólogo, escribió lo que todos los paleobiólogos
decían, que era una teoría sin aportes y
contraria al gradualismo que defendió Darwin sobre la evolución. Pero al
acumularse más y más pruebas y evidencias derivadas de la idea del choque de un
asteroide externo al planeta finalmente escribió que los Alvarez tenían la
propuesta correcta y que él y otros muchos estaban equivocados.
Lo antes citado es un ejemplo de
un científico declarando su error, algo muy difícil de ver en el colectivo de
investigadores y personas dedicadas a la ciencia, ya que lo superabundante es
mantenerse en su posición y atacar o ignorar la nueva idea.
Recordemos que cuando el juicio
a Galileo por sus ideas astronómicas, él invito a miembros del tribunal a que
mirasen por su telescopio y uno respondió que no podía ver por un artefacto que
intentaba destruir las Sagradas Escrituras.
Don Santiago Ramón y Cajal, el
modelo de médico, experimentador e investigador para todos los que hablamos y
pensamos en español, muestra el caso de no reconocer que uno de sus asistentes,
utilizando técnicas propias, había descubierto células glíales en el cerebro
que tienen un origen embrionario distinto de todas las demás células nerviosas
y que realizaban una tarea diferente al resto de las células del cerebro. Las
que hoy día se conocen como microglía o células de Ortega, nunca fueron
reconocidas por el maestro Cajal quien incluso expulsó de su laboratorio a Pío
del Río Ortega colocando la carta que lo despedía del trabajo sobre la puerta
de entrada al laboratorio, para que todos la vieran. Pero Pío del Río Ortega,
quien llegó a ser considerado para un premio Nobel era un hombre agradecido y
en su diario, publicado en el 2015 (Ariel, Barcelona), aunque falleció en 1945,
señala que ya don Santiago era una persona mayor y manipulable en ese momento.
Otro gran alumno de Cajal (para
quedarnos en nuestra lengua) lo fue Rafael Lorente de No. Este gran científico
partió hacia Estados Unidos luego de la guerra civil española (Ortega nunca
quiso ir a Estados Unidos, a pesar de múltiples invitaciones, exilió en
Argentina y allí falleció) y de ser un experto en histología del sistema
nervioso pasó a ser un investigador de primera línea en neurofisiología,
trabajando en diversas universidades y con distintos e importantes
descubrimientos realizados. Pero no estaba de acuerdo con los resultados y
menos aún con la teoría desarrollada por los ingleses A. L. Hogdkin y A. F. Huxley que descubrieron y describieron matemáticamente
la actividad eléctrica de las células nerviosas sobre la base del movimiento de
iones de sodio y de potasio a través de la membrana celular. Estos científicos, que publicaron sus
trabajos (5 artículos) en 1952 y en 1963 junto a J. Eccles recibieron el premio
Nobel en Medicina o Fisiología por su aporte, con todo y Nobel, Lorente de No
en toda ocasión y hasta el día de su muerte en 1990, no les reconocía la
objetividad de sus teorías y presentaba sus propios trabajos al respecto,
intentando demostrar que la teoría del sodio-potasio estaba equivocada.
Es tan común esta conducta entre
científicos que en mi época de estudiante doctoral me lo enseñaron temprano y a
tiempo en mis estudios: “Con la ciencia equivocada no se discute, se deja
morir”, resaltando que era perder el tiempo tratar de convencer a alguien, aún
a alguien que suponemos que sabe pensar,
como lo es un científico, de que estaba en el error, que mejor se dedicaba uno
a pensar sus propias cosas y dejaba que la mala ciencia muriera con sus
proponentes.
Y así la ciencia, como un quehacer
colectivo, va eliminando hipótesis y afirmando aciertos. Esto no es algo
intrínseco a la persona del científico, sino es todo un proceso de un colectivo
de pensadores. Algunos que nunca han hecho ciencia ni tampoco han observado ni
estudiado a los científicos sacan la
conclusión equivocada que en ciencias nada es perdurable y todo cambia,
precisamente por la ciencia eliminar sus equivocos o profundizar sus dominios,
y que por lo tanto no es una actividad creíble ni sus resultados son duraderos.
Una confusión, por simplificación de ideas, que como todas se ha dejado morir.
Y para terminar, imaginen Uds. mis
amigos lectores, si es casi imposible hacer que un científico vea su equivocación,
y cambie de opinión, ¿cómo será convencer a un político de que lo que está
haciendo es un tollo y que lleva a su país hacia un despeñadero? Pero los países, igual que la ciencia, por
suerte, sobreviven a sus dirigentes pseudo-ilustrados, sus tácticos y a sus
“Grandes Maestros”, pues todos mueren y con ellos sus confusiones y fantasías.