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LA PAJA DE ARROZ


publicado en Acento.com.do, septiembre 24 del 2018.
El yucal estaba verde cotorra, con olas. La brisa de la tarde levantaba levemente las puntas de las hojas anchas en el tope de tallos estrechos y nudosos que llegaban como a un metro de altura. Las tórtolas entraban como flechas y desaparecían entre el follaje de los topes para caminar entre los tallos buscando las minúsculas semillas de escasas hierbas que sobrevivían entre las sombras.

Pensaba que podía andar a gatas entre las plantas y nadie me vería y quizás pudiera ver de cerca las tórtolas, que también caminaban con sus pasitos cortos y rápidos sobre el suelo, siempre inquietas, siempre alertas.

Crucé entre dos líneas de alambre de púas y me adentré en el yucal. No había avanzado ni dos pasos cuando el estampido de tres tórtolas con su fi-fi-fi en el batir de sus alas irrumpieron hacia el cielo rompiendo hojas de yuca que estallaban a su paso. Solo llegué a ver sus siluetas alzar vuelo y tímidamente saqué la cabeza entre el mar de hojas verdes. Por suerte nadie pasaba en ese momento por esa esquina. Solo vi a otro niño, como de mi misma edad, sentado sobre una pila alta de cascajo pequeño que estaba al otro lado de la calle y que me miraba en silencio.

­­ ­-Espantaste a las tórtolas- me dijo serio en voz baja

- Estaba esperando que salieran a la orilla para poderles tirar – continuó, haciendo girar un tirapiedras que tenía en su mano; sujetándolo por el tronco de la horqueta y con movimientos de su muñeca, y el par de gomas rojas que salían de los extremos de la horqueta y se unían a un pedazo de cuero grande giraban hacia un lado y luego hacia el otro.

Crucé la calle, que mas era un camino, y me dirigí hacia él.

Tariro, me dijo que se llamaba, y tenía un pantalón caqui con los bolsillos abultados por piedrecillas, otro tirapiedras- con las gomas envueltas en la horqueta- en el bolsillo de atrás y una camiseta de color indefinido y letras y dibujos ya difíciles de entender, y descalzo.

 -Vivo en la casa de ahí detrás- le dije señalando al yucal y él me contestó, - si yo sé, te he visto, esta yuca es de Papá –

-¿Y tú cazas las tórtolas?-

- Bueno, solo he tumbado dos en esta cosecha, son ariscas, muy nerviosas-

Unos 15 metros mas allá estaba un inmenso árbol de caoba, que a veces le daba nombre al barrio y de el salían dos calles sin asfaltar, una hacia la carretera Luperón, que va a  a Puerto Plata,  y la otra paralela a esta avenida y de unas tres cuadras que terminaba en el play de sofball del Santiago Tennis Club, llamado por todos “el tenis”.

Hacia el lado este de la caoba salía un camino, estrecho, con hierba en el centro, que llegaba, en lo que sería una extensa cuadra, a dos puertas de tablones separados, unidas por una gruesa cadena: la entrada a la Paja de Arroz y a la finca de los Oquet, los franceses dueños del molino donde se procesaba ese cereal, a unas cuadras al sur de la caoba.

De un lado del camino estaban los potreros de los Oquet, del otro las hortalizas- lechugas, zanahorias, rábanos, tomates, berenjenas e hileras de maíz del viejo Tiburcio, quien allí vivía, solo, en un rancho de tabaco. También sembraba algo de esta hoja que secaba en un alero de su rancho y fumaba en una pipa de barro. Tiburcio era el padre de Tariro, quien vivía del otro lado de la Paja de Arroz con su mamá y sus hermanos y hermanas, en un patio de casas y casuchas que daba a la carretera.

La pila de cascajo pequeño, de donde sacábamos los proyectiles para nuestros tirapiedras, la depositaba ahí camiones del molino, para cuando en mayo y diciembre que las lluvias no cesaban y el camino se llenaba de charcos que no dejaban pasar a los camiones ni a las carretas que llevaban la paja del arroz, rellenar estos.

Tariro me dijo – ten este tirapiedras, es bueno, la horqueta es de palo de guayaba, y vamos a ver que encontramos en la Paja-

La Paja de Arroz era una larga extensión cubierta de la cáscara del arroz procedente del molino. Era casi de medio kilómetro de larga y formaba pequeños túmulos al ser descargada ahí por años hasta dos veces al día, en temporada de cosecha, en la ribera oeste de una cañada, la cañada de los Julia, que venía desde los cerros de Gurabo. Un hilo de agua siempre corría por la hondonada y en los meses de lluvia y de temporales fuertes bajaba con la fuerza de un río y hasta peligrosa se volvía en algunas partes.

Las lomas de la paja del arroz se iniciaban a unos 200 metros del puente de la carretera Luperón que cruzaba la cañada, y a ambos lados de éste la vegetación era alta y tupida y había que sentarse en un lugar especial de la Paja de Arroz para poder visualizar el puente y la avenida y las personas que cruzaban a pie hacia los barrios a ambos lados del mismo. En realidad, el puente era como la frontera de la ciudad de Santiago hacia el nordeste; aunque su límite oficial fuese unos dos kilómetros mas allá, antes de llegar a Gurabo. Todos los que vivíamos en la zona y los del lado noreste del puente cuando íbamos al centro decíamos que íbamos al pueblo.

Del otro lado de la cañada se encontraban los patios de algunas casas cuyos frentes estaban hacia la carretera Luperón, todas con pequeños jardines. Mas adentro de las lomas de la paja del arroz se extendían los potreros de los Oquet a ambos lados del ligero curso de agua limpia que fluía siempre sin detenerse, tersa su superficie y salpicada de plantitas y yerbas acuáticas que brillaban como joyas cuando les daba el sol.

Los potreros tenían palmas, canas, cajuiles, cambrones, aroma y otras especies vegetales, pero bien separados entre sí y hierba Páez para un escaso ganado que pastaba a sus anchas.

Solo en la hondonada de la cañada, cuando se encontraba con la paja del arroz, había un cierto bosquecillo espeso, con diversos árboles altos y que topaban sus copas y estaban llenos de aves de todo tipo y ese, junto a las lomas de la paja del arroz se convirtió en nuestro coto de caza.

La Paja de Arroz, de color amarillo-arena era cómoda de caminar. En partes los pies se hundían hasta los tobillos, cuando era paja nueva, suave.

De inmediato, cuando cruzábamos el portón, por debajo, arrastrándonos, me quitaba los zapatos y las medias y las guardaba debajo del primer árbol que crecía a inicios de los cúmulos de paja, una mata de cambrón de baja altura y copa aplanada cuyas ramas llegaban al suelo por uno de sus lados. Mis zapatos siempre se quedaban pegados al tronco, entre ramas secas llenas de espinas. Allí también nos sentábamos a esperar tórtolas y rolitas que llegaban por la tardecita, luego de que la carreta de paja de arroz entraba, y que con su bamboleo al cruzar el portón dejaba escapar paja nueva y llena de puntillas de arroz. A las aves les gustaba comer justo debajo del portón, por lo que nuestros tiros siempre eran difíciles, pero no por eso dejábamos ese sitio.

El siguiente árbol, luego del cambrón, como a 10 metros era una guásima. Hacia éste llegábamos agachados, despacio y atentos; siempre había ciguitas saltando en ese árbol y los cuatro-ojos y calandrias eran comunes. Continuábamos nuestras exploraciones por la franja de tierra que ladeaba la paja del arroz. Luego venían tres caobas, jóvenes, no muy altas, cuatro cambrones y dos piñones cubanos, bien juntos. Los pájaros carpinteros siempre revoloteaban en estos árboles. Cazar un pájaro carpintero era ganancia doble. Se comía- aunque su carne es dura y hay que lavarlo con mucho limón y su lengua la compraba el Departamento de Agricultura de Santiago a diez centavos, todo un capital para cualquier niño de la época.

Luego de chequear ese pequeño grupo de árboles y tirarle a algunas aves y fallarlas casi siempre, bajábamos por la loma mas baja de paja del arroz, desplazándonos en diagonal, pues el lado de la cañada de las elevaciones de paja eran de caída casi perpendicular en gran parte de su extensión y de una altura de unos diez a treinta metros.

Era una alegría caminar por la cañada con su agua fría y de lenta corriente, llena a sus lados de una hierba sombrillita que crecía en ella. Siempre atentos a su curso, pues las aves bebían de ella y los paticos, aves de mediano tamaño y patas largas con plumas pintadas, recorrían la cañada en pequeños grupos y se detenían a escarbar con sus largos picos el lodo de su orilla. Cazar dos paticos en un día era tema de conversación de meses.

La zona mas amplia de la cañada era donde ésta se encontraba con la paja del arroz y hacia ahí una gran curva siguiendo luego a la orilla de las lomas de paja. A su alrededor había un montecito tupido de grandes árboles que topaban sus copas. Un inmenso samán era el principal, cuando estaba en flor se llenaba todo de un olor agradable, suave, casi indistinguible, pero presente, que limpiaba el aire de su olor a humedad. Cerca estaba un gran de jobo de puerco, lleno de caminos de carcoma, donde siempre encontrábamos pájaros carpinteros y en su alta copa nidos de ratas, que nos servían de prácticas de tiro al blanco y que cuando impactábamos alguno, nidos grandes, de hojas y palitos secos y lodo, salían siempre de dos a tres grandes ratas negras que se nos perdían rápidas entre las ramas.

A todo le tirábamos con nuestros tirapiedras, menos a ruiseñores, zumbadores ni garzas ganaderas. Esas aves no se cazaban simplemente porque no. No conocíamos el motivo, pero era un conocimiento general.

Tariro era un buen tirador con su tirapiedras, había cazado varias ciguas palmeras y rolitas y dos carpinteros, en pleno vuelo; era su historial.

Los sábados eran días de jugar pelota por la mañana e irnos a la Paja de Arroz por las tardes y los domingos eran de Paja de Arroz por la mañana y pelota o matiné en el cine por la tarde.

Con el tiempo se nos incorporaron otros muchachos al grupo. Cervantes fue el primero. Adusto, serio, fuerte y de poco hablar. Tenía el tirapiedras de gomas mas fuertes de todo el grupo. Nadie podía extender el tirapiedras de Cervantes hasta donde lo llevaba él. Gacho, hermano menor de Tariro, muchas veces iba, pero casi nunca llevaba tirapiedras, iba a andar con el grupo. Lima, flaco, negro oscuro, fibroso, alto, sonriente, también cazaba. Liono, siempre con una vara para espantar los lagartos y las marihuanas de los pajones de hierba. Fue el primero en separarse. Su madre vino de New York y se lo llevó con ella. A veces volvía en los veranos y desde que llegaba iba a la Paja de Arroz a buscarnos, en tenis y pantalones cortos a cuadros nuevos que ninguno de nosotros usaba. Y éramos mas, Negro, de hombros cuadrados, con buena puntería y mejor sentido del humor. Todos nos quedamos muy serios el día que nos dijo que su papá lo había venido a buscar, que se iba a vivir a La Vega y a trabajar con su padre en una fábrica de salchichón. Era algo mayor que el resto, tendría unos 14 años. Negro, se lo llevaban hacia la vida adulta. El espectro de pronto tener que trabajar de una forma u otra nos dejo serios a todos; solo yo sabía que seguiría estudiando en la escuela. Todos nos sentimos tristes por Negro. Fue una tarde oscura para todos y simplemente nos sentamos en la paja cada uno mirando el cielo y perdido con sus pensamientos.

Estaba Enrique, el loco, con un tirapiedras de descomunal tamaño y que insistía en lanzar sus piedras desde distancias que todos sabíamos eran demasiado lejanas, pero a veces, con piedras de gran peso tumbaba una cigua o un par de pinchitas en el bosque de la cañada. Alguno de mis hermanos menores iba también, a veces, y se unía al grupo.

Las vacaciones de Navidad de la escuela era mi época preferida. Todo el tiempo me lo pasaba en la Paja de Arroz. Recuerdo a Tariro, que iba temprano a mi casa a buscarme y me esperaba en la puerta. Solo me decía -llegaron las pinchitas come-arroz –

Era la estación migratoria de las aves del norte, que volaban al sur del continente y muchas solo pasaban y otras permanecían en nuestra isla. Claro, eso no lo sabíamos. Sí conocíamos que para vacaciones de Navidad llegaban a la Paja ciguitas que solo en esa época se veían y la presencia de paticos en la cañada era común y ésta siempre tenía para esa época mayor cauce..

Siguiendo la cañada y dejando atrás la Paja de Arroz se notaban los manojos de hierba de buen tamaño y una que otra vaca o toro alimentándose en una especie de explanada que terminaba en los patios de la hilera de casas que estaban en la avenida, frente a la base aérea de la aviación militar dominicana de Santiago, y frente a la casa del SIM, el servicio de inteligencia del gobierno, que se encontraba a un costado de la base aérea; en la casa de Minucha, que yo había visitado varias veces con mi madre por ser ellas amigas de infancia.

Esa explanada la observábamos y veíamos las tórtolas aterrizar ente los pajones de hierba, pero muy pocas veces caminábamos por ahí. A veces íbamos pegados a las cercas de los patios de las casas para intentar espantar las tórtolas hacia la Paja de Arroz, pues en dirección a las casas de la avenida y mas frente a la aviación nunca tiramos ni una sola vez, ni una sola piedra. Porque no, nadie nos había dicho que no hiciéramos eso, simplemente no se tiraba con el tirapiedras hacia donde había gente.

Un día llegó Tariro bien temprano a nuestra casa y entró por el patio y se sentó en el patio trasero y la cocinera le brindo café y mi padre al verlo sentado ahí le dijo a ésta que me fueran a despertar, que Tariro me buscaba.

Salí medio dormido al patio y me serví un poco de café del de la segunda colada, en el colador de media, que era el que nos servían a los niños.

- ¿Taro que fue, nos vamos a ir tan temprano? –

Me miró serio y me dijo – vengo a decirte que no vayas a ir a la Paja, está llena de guardias-

Era junio del 1959.

Como a las dos semanas no aguantamos mas. Esperé a Tariro que pasaba de una a dos de la tarde por el frente de nuestra casa a llevarle la comida a su padre. -Esta tarde vamos a la Paja- le dije, -vamos a ver que hay- y me fui con él a llevarle la comida a Tiburcio.

 -Yo entré ayer, ya no hay guardias en la Paja, están en el plano de hierbas detrás de las casas frente a la aviación- dijo.

Entramos a la Paja de Arroz y para hacernos los disimulados bajamos seguido a la cañada desde los inicios de la Paja y nos fuimos, sin tirapiedras en las manos, bordeándola y observando la vegetación. En la salida del bosquecito de la gran curva de la cañada había una pequeña elevación en el terreno y en su cima varios árboles grandes, cercanos unos a otros. Habían, entre otros, dos guatapanales casi juntos y cerca una gran mata de limoncillos. En estos tres árboles siempre subíamos y teníamos cada uno del grupo su rama preferida donde sentarnos medio recostados a conversar.

Desde el limoncillo se divisaba claramente las pequeñas casas del frente de la aviación y el potrero plano lleno de pajones de hierba. Observamos dos guardias, de pie, cada unos30 metros.

Tariro me dijo- esos están parados, pero entre cada pareja hay dos mas, acostados en la hierba, también chequeando y que no se ven. Solo cuando alguno se levanta a buscar algo. Así fue que me di cuenta-.

Estuvimos casi hasta el atardecer, viendo las tórtolas cruzar, los militares de servicio y los aviones P-51 y AT-6 que salían y llegaban a la pista de la aviación.

Nos fuimos despacio, sin hablar, habíamos oído de una invasión y la radio todo el tiempo decía nombres de personas para a seguidas otro locutor exclamar ¡muerto! Fue García, un guardia enamorado de una de las hermanas de Tariro el que fue a decirle que no fuera a la Paja de Arroz.

Ese verano no fue de vacaciones ni de nada. No volvimos a cazar en la paja del arroz ni nos podíamos juntar de noche en las calzadas a conversar. No nos dejaban salir de noche de nuestras casas.

Cuando comenzó de nuevo la escuela, en septiembre, como a las dos semanas, un sábado, se me apareció Tariro temprano y me dijo – ¿tienes tu tirapiedras? Vamos a ver que hay en la Paja-.

Caminamos toda la paja de arroz y le tiramos a algunas ciguas y terminamos en el limoncillo. Ahí estábamos cuando dos tórtolas venían volando bajo en dirección a nosotros, pero hacia nuestra izquierda. Le tiramos los dos al mismo tiempo y una de ellas recibió una piedra y dio una voltereta en el aire y planeando se fue a meter entre los pajones de hierba cerca de las casas de frente a la aviación. El corazón nos dio un vuelco, y salimos corriendo hacia el lugar donde cayó la tórtola diciéndonos uno al otro fue la piedra mía, no fue la mía la que le dio.

Llegamos a los pajones y comenzamos a buscarla, estábamos casi pegados de las casas y andábamos agachados, por la búsqueda y también para que no nos viesen las personas que vivían por ahí. Tariro la sintió aletear y de un brinco la agarró y sacó de un pajón.

 -Aquí está- me dijo quedo.

En ese momento ambos nos pusimos de pie y él me la mostraba, estábamos ambos de frente a las casas de la aviación y sonó un tiro que mas bien fue como un cañonazo en nuestros oídos. En el momento de pararnos vi al guardia que con su fusil máuser levantado y apuntando lo disparaba hacia uno de sus lados y Tariro, que estaba unos metros mas allá vio al otro guardia llevarse las manos a la cabeza y desplomarse. Ambos militares estaban a los lados y detrás de la casa del SIM, pero en terrenos de la base aérea, ya que solo los separaba de la casa una cerca de alambre de púas.

Nos fuimos rápido, casi corriendo, agachados…Tariro subió para su casa desde la paja del arroz y yo salí por la puerta y me fui a la mía.

Esa noche, como casi todas las noches, caminé hasta las casas del otro lado del puente, en la carretera, donde teníamos amigos y permiso para ir a la galería en la casa de los Eli, y nos reuníamos el grupo de muchachos. La conversación de los mayores era que un guardia se había suicidado esa tarde, y todo el que pasaba repetía la historia. Tariro y yo nos mirábamos, pero no dijimos nada. Estábamos aprendiendo a vivir en un país donde no se podía hablar y quedamos en no contar lo que habíamos visto. A la semana nadie ya hablaba del suceso, pero Tariro y yo seguíamos nerviosos y viendo lo que vimos una y otra vez en nuestras mentes.

Llegaron las vacaciones de Navidad, el día 15 de diciembre para ser exactos y ya el sábado estábamos comprando gomas nuevas para nuestros tirapiedras en el mercado del Yaque en la parte baja de Santiago y rearmándolos. Lo recuerdo, pues mi cumpleaños estaba cerca. Las clases terminaron un viernes y el miércoles, nos fuimos a la Paja de Arroz. Era por la tarde, nos sentamos por la punta mas cercana al puente y vimos una cigua palmera que cruzaba el puente volando por debajo y yo le disparé al vuelo. Volaba directa hacia mí. El ave hizo un extraño y de repente bajó su altura y ahí se encontró con mi piedra y cayó en línea recta de plomada, en picada, al agua, en medio de la cañada, no aleteo ni nada.

Tariro solo llegó a exclamar - ¡que tiro hiciste! - y se lanzó paja abajo a buscar el ave. En esa parte la paja del arroz caía casi vertical sobre la cañada y la bajábamos metiendo las piernas entre la paja y deslizándonos sobre ella. En el momento de Tariro llegar abajo me grito – no te tires, está con candela-

Desde donde estaba vi que salían pequeñas llamas de fuego que hacían un hueco y luego les caía paja desde arriba y se tapaban. Me quede paralizado. Frente a la punta de la Paja de Arroz, en la carretera, había una vieja bomba de gasolina Sinclair, que era el primer establecimiento después del puente.

Tariro dio una gran vuelta, subiendo por otra parte de las lomas de paja como a cincuenta metros mas allá de la punta.

-Alguien le prendió fuego a la paja del arroz-, me dijo. -No se nota, porque se está quemando por abajo-.

Nos fuimos seguido a nuestras casas y Tariro se llevó la cigua.

Esa noche, me fui caminando a juntarme con los muchachos del otro lado del puente. Al pasar por la tercera casa vi en la galería sentado a Don Puno, un Sr. que todos temíamos, quizás porque era de poco hablar y cuando decíamos buenas noches simplemente asentaba con la cabeza. Y que además trabajaba en el molino de los Oquet, y era de los que sabía sobre la Paja de Arroz, que se separaba del patio de su casa solo por la cañada. Me armé de un valor en mi que desconocía y entre a su galería.

-Buenas noches Don Puno, le quiero decir algo- dije con un hilo de voz.

- Ah sí, buenas noches, dígame- y ahí le dije que alguien le había prendido fuego a la Paja de Arroz y que no se notaba porque era por debajo que estaba la candela.

Abrió muchos los ojos y el miedo y susto de hablarle me aumentó.

-¿Usted lo vio?- me preguntó, y le dije que sí, y que por poco nos quemamos las piernas Tariro y yo. Se levantó de su mecedora, me dijo – está bien, gracias- y entró a su casa.

Tariro, que me había visto entrar a la casa, al yo salir me preguntó si se lo había dicho, le dije que tuve que decírselo, que me preocupaba que se armara un fuego y llegara a su casa, a la bomba de gasolina y a las casas vecinas y a la de él mismo.

Si, en diciembre del 1959, alguien le prendió fuego a la Paja de Arroz.