J. R. Albaine Pons,
En todo
mi entorno, nadie dudaba de la existencia de Dios. Todos también creían que los
muertos, bajo ciertas circunstancias, salían a caminar por ahí.
Le
contaban a cualquiera, en cualquier conversación trivial, que Antonito Luna sale de noche y llora en las esquinas del
cementerio hasta que salía el sol, porque aún sufría por haber matado a su
mujer en su propia cama, que él había comprado a plazos en la mueblería La Fe,
de unos evangélicos, cuando la encontró desnuda con su primo hermano entre las
piernas, que elevadas y temblorosas dejaban ver las nalgas escuálidas y pálidas
de su primo en el medio; y que luego de
la puñalada que atravesó el corazón de su mujer que solo pudo abrir la boca
aunque nada dijo, ni gritar pudo, le dijo al primo: vete, no puedo matar mi sangre.
Y antes
de que llegaran los policías, los médicos, los vecinos, la ambulancia, los
curiosos, y de que se desmayara la cocinera, que dormía en la casa y estaba con
la familia desde hacía treinta años, él se ahorcara con una corbata que le
había regalado esa, su mujer, en un pasado cumpleaños.
Todavía
después de muerto la seguía queriendo, a ella, la que murió por su mano, y
salía por las noches a llorar su muerte y su ida a destiempo. Y a todo el mundo
le parecía sumamente lógico que saliera y que llorara y que la siguiera
llorando y que la siguiera queriendo. Porque siempre, desde que el mundo era
mundo, han existido los amores que matan, siempre con un profundo suspiro,
decía aquel que contaba la historia.
Ese era
mi mundo y en esa cultura fue mi infancia.
Y eso
hacía que todavía yo ya un adolescente diese una vuelta enorme por otras calles
para no tener que pasar cerca del cementerio, cuando volvía por las noches a mi
casa. Por suerte, llegué a pensar alguna vez, los muertos son medio haraganes,
nunca salen lejos de sus tumbas. Medio haraganes o faltos de ejercicios, llegue
a pensar después.
Pero
quizás Yo era muy curioso.
En
segundo año de bachillerato, el Hermano Bernardo, que nos enseñaba literatura
española y latinoamericana en las clases de español y siempre encontraba la
oportunidad de repetir algo de Amado Nervo, quizás por ser mejicano, su
preferido era La Amada Inmovil, aún recuerdo:- mi amada se fue a la muerte/….se
fue una tarde de invierno- y pensábamos algunos que se incorporó a los Hermanos
de la Salle porque se le murió alguna mujer, fue a quien escogí para preguntar
en un pasillo del colegio si se podía ser cristiano sin ser católico y su
respuesta y su elevado tono de voz y la iracundia que apareció en sus ojos
todavía las recuerdo, que eso era imposible, que nadie podía ser cristiano sin
ser católico.
Con voz
con algo de miedo le dije que mi vecina, Doña Florida era cristiana evangélica,
que leían la Biblia todo el tiempo y que insistían en ser los mejores
cristianos. ʺ¡¡ Mienten, mienten!!ʺ, casi como un grito fue su respuesta.
Claro, no me convenció.
Yo era
muy amigo de Manuelito, el hijo de nuestros vecinos evangélicos e iba mucho a
su casa, a conversar, a jugar y ya con más edad a ver a su hermana pasar y a
intercambiar las revistas eróticas de la época, que llegaban puntualmente todos
los meses a un librero callejero del centro de la ciudad, como aquella famosa
Pimienta, que todos los muchachos no nos cansábamos de hojear.
Mi
madre era una mujer elegante y siempre bien puesta. Desde que se levantaba
usaba zapatos de tacones y tenía su larga melena rubia bien cepillada hacia
atrás, pintalabios y algo suave de colorete en las mejillas. Decía que a ella
nadie nunca la había visto en chancletas. Quizás por eso un día le pregunté a
Doña Florida, nuestra vecina que todos los días salía temprano a trabajar a la
tienda de muebles de su marido Don Manuel; “¿Doña Florida, pero Ud. nunca se
pinta, ni se pone pintalabios?” Claro, expresión-pregunta de un casi
adolescente curioso y algo atrevido. “Claro que no, la Virgen María nunca se
pintó, ni nunca se puso tacos altos ni medias de nylon”.
No se
si fue que me sentí herido porque imaginé un comentario negativo sobre mi madre
o fue que me salió decir lo que dije por asociación de ideas y una presunción
de ser inteligente y por lo tanto lógico.-¡ Pero Dona Florida, la Virgen María
se montaba en un burro y Ud. tiene un Chevrolet Bel-Air del año!-
Claro,
la queja llegó a mi padre, que le había faltado el respeto a Dona Florida y la
golpiza y el castigo del fin de semana sin cine ni salida no se hizo esperar.
Entre
nuestra casa y la de Manuelito estaba la fábrica de tacones de madera para
zapatos de mujer de los Hermanos Rodríguez. Fermín, uno de ellos y de quien
puedo decir que conocía desde que nací, y era con quien me sentía mas cercano,
había escuchado mi conversación con Doña Florida, pero nunca me pasó por la
mente pensar que fuese él quien había llevado el cuento a mi casa. Años después
supe que fue el mismo Don Manuel quien fue a contarle y a quejarse con mi
padre. A los pocos días del suceso, Fermín me dice: “Mon, eres despierto, pero
en este país hay que aprender a entender y tener la boca cerrada. Ya mataron a
Trujillo, pero uno nunca sabe”.
Hasta
ese día creí en Dios.
Entre
la mentira del Hermano Bernardo y el show que me armó Dona Florida pensé: Todo
eso de las religiones deben de ser cuentos, lo de los muertos andantes también.
¿Cómo será de verdad el mundo? Pero me llevé de Fermín, no se lo conté a nadie.
Ese año,
durante las vacaciones de Semana Santa, partí tres días a la playa de Puerto
Plata con otro amigo y también vecino, El Cabo. Estábamos sentados en la arena
de la playa de Long Beach él y yo solos, y unos 20 metros detrás de nosotros
cinco mujeres que a leguas se notaba que eran prostitutas, cueros, como les
decimos comúnmente, también sentadas en la arena en compañía de un hombre.
Tenían una gran toalla de playa y sobre ésta comida, bebida y una
radio-casetera con merengues a todo volumen y algunas de las mujeres bailaban
solas aunque libidinosamente en grandes trajes de baño bikini.
Mas
nadie en la playa de Long Beach de Puerto Plata. Era un Jueves Santo y hasta
algo de miedo nos daba meternos al agua, cosa que hicimos aunque muy cerca de
la orilla siempre. Pero estaba en la playa y me bañe en el mar, era mi
liberación de las creencias con las que había crecido, o eso pensé yo.
Es que
las Semanas Santas de mi infancia eran atroces. Música Clásica en la radio el
día entero, todo el tiempo, ni noticias se ofrecían. Un gran silencio en todo
el pueblo, pues Santiago aún no llegaba a ser ciudad; las iglesias cubiertas
por paños morados, todas sus vírgenes, todos sus santos, todo era lúgubre. Que
no se podía ir al rio ni ir a la piscina pues uno desaparecía y se convertía en
pez. Que no se podía ni golpear un árbol con una vara o una pelota porque la
sangre de Jesucristo brotaría al instante. Imagínese Ud. amigo lector,
encontrarse uno de frente con la sangre de Cristo.
Procesiones
de una iglesia a otra con La Dolorosa a cuestas, con el Jesús Sacrificado, algunos
con una cruz a cuestas, con el finalmente Jesús Resucitado. El único punto
jubiloso era la quema del Judas, un monigote lleno de fuegos artificiales que
se paseaba el Sábado Santo por los distintos barrios bajo el cántico de: Y a qué
hora lo matan? a las tres…y a qué hora lo matan? a las tres, repetido una y
otra vez con toda la chiquillada detrás y unos beatos cargando el muñeco. A las
tres de la tarde en alguna esquina o solar yermo se incendiaba y sonaban los
cohetes chinos pegados al espantajo del Judas. El pueblo se vengaba así de
aquel que vendió a Jesús por unas monedas de plata y ya podía Jesús resucitar
otra vez el domingo y todos volver a una vida normal, donde Dios todo lo veía,
todo lo sabía, todo lo perdonaba y los muertos volvían a desparramar sus
lágrimas por las noches en las esquinas del cementerio del pueblo.