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Sunday, May 6, 2012

La violencia ancestral


Se da como conocido que los animales salvajes, los no seleccionados artificialmente por los humanos, los que conocemos como fauna, no son violentos per se, y esto parece cierto para la gran mayoría, pero como en todas las cosas hay excepciones a esta generalización: los primates, y no solamente porque los humanos somos uno de ellos.
Hoy viven en nuestro planeta alrededor de 150 especies de primates. Llanamente dicho, unos ciento cincuenta tipos diferentes de monos, aunque hay que recordar que en la jerga zoológica “mono” es una clase especial de primate.

La casi totalidad de estas especies de primates son sociales, es decir viven en grupos, y aparece un dato interesante: a mayor tamaño promedio del grupo social, más grande es el por ciento de corteza cerebral con relación al resto del cerebro. Un reconocido primatólogo contemporáneo ha escrito: “la principal parte de nuestro cerebro parece que ha sido formada por la evolución para chismear y acicalarnos, cooperar y hacer trampas, y obsesionarse con quien se aparea con quien”.

En otras palabras, la corteza cerebral, la que nos hace percibir el mundo y responder a sus cambios es primordialmente un sistema neural para resolver problemas de la vida en sociedad.

Entre los primates violentos tenemos a los babuinos. Presentan notables diferencias en tamaño entre los machos y las hembras, los primeros con gran desarrollo de los caninos o colmillos y hay varias especies.

El babuino de la sabana, más adaptado a la vida terrestre que arborícola, vive en grupos con una estructura rígida y la carne que se obtiene en la caza se distribuye desigualmente en el grupo. Se ha investigado su alta conducta agresiva y un estudio determinó que la mitad de los machos adultos mueren en peleas violentas y gran parte de su agresividad la ejercen contra terceros; o sea, un mono de estos de mal humor ataca al primer miembro del grupo que inadvertidamente se le ocurra en ese momento pasar por su lado. Otro dato: la mayoría de los animales presentan “señales de paz” para terminar una confrontación. Es como decir: “me rindo”. En muchos de ellos, como los carnívoros, la señal es mostrar el vientre al antagonista; en otros es adoptar, por un macho, una postura femenina de sumisión sexual. Los babuinos son tramposos en estas señales, muchas veces el emisor de la señal atacará de nuevo o el receptor no toma la postura de abandono de la refriega en cuenta y aprovecha para causar más daño aún al contrincante.

En el otro extremo, tenemos a los gibones de la India y Malasia. Son monos arborícolas, selváticos, con mucho alimento a su disposición. Son monos tranquilos. Los machos y hembras son físicamente parecidos y no hay marcadas características sexuales secundarias en los primeros. Hacen parejas de por vida y los machos ayudan en el cuidado de las crías.

De todos los primates es con los chimpancés que presentamos los humanos mayor relación genética. Un estudio muy reciente ha llegado a replantear una idea de hace siglos, pero que no se ha llevado nunca al gran público: que no hay justificación para que los humanos y los chimpancés se clasifiquen en dos géneros zoológicos distintos, que o somos Pan los dos o somos Homo los dos. Un asombroso 99.4% de sitios importantes del ADN es idéntico en ambas especies. Alcanzamos la madurez sexual, los humanos y los chimpancés, luego del mismo número de años y para comparar, los gorilas lo realizan en la mitad del tiempo. Los años para alcanzar la madurez sexual son un indicador de nuestro reloj genético y del tiempo real que deben los padres cuidar de los hijos.

Hay dos especies de chimpancés. El chimpancé normal que conocemos todos de los zoológicos y películas, que se creía tranquilo a partir del recuerdo de Chita, la mona chimpancé de Tarzán de los  Monos; y que hoy sabemos, luego de años de investigadores convivir prácticamente con ellos en plena selva africana, que es artero, tramposo, quisquilloso, agresivo y de una jerarquía móvil en sus grupos sociales; y el chimpancé enano, los bonobos, que sólo recientemente han sido catalogados como especie distinta.

Los bonobos, selváticos, son todo lo contrario de su primo el chimpancé. No son generalmente agresivos ni presentan una musculatura masiva, comúnmente reparten la comida entre todos los del grupo y su sistema social está dominado por las hembras. Presentan sistemas muy desarrollados para zanjar diferencias y resolver tensiones sociales y el sexo, libre, todo el tiempo, de todas formas y entre todos los sexos es un componente esencial de ese mecanismo de limar las asperezas sociales. Curioso, presentan un gen, que no presentan sus primos chimpancés, que promueve conductas afiliativas entre machos, con el consecuente aumento de la cohesión social.

¿Ha sido el ambiente y la ecología lo que ha formado estos grupos sociales tan distintos entre diferentes especies de monos? ¿O ha sido su genética? Ambas preguntas están mal formuladas. Hay que tener los genes necesarios y vivir en el ambiente adecuado  para obtener un resultado dado. Los genes ofrecen la potencialidad y el ambiente, el marco de lo posible para que en un organismo se produzca una conducta dada. Conducta cuyos mecanismos neurales serán heredados por las siguientes generaciones y que la reproducirán favorablemente si el ambiente sigue siendo el mismo que cuando apareció, o desfavorablemente, si el ambiente ha variado lo suficiente para convertirse entonces en mal adaptada. Y el ambiente es muy variable en nuestro planeta Tierra.

Y nosotros, los humanos, ¿qué tipo de primates somos? Una cosa sí sabemos, ¡no somos monos! Y como señaló el gran evolucionista ucraniano Theodosius Dobzhansky: “todas las especies son únicas, pero los humanos son los más únicos”.

La violencia y la agresión en humanos tienen sus genes y sus circunstancias. Seguiremos con el tema.

violencia y cerebro

A diferencia de otros primates estudiados, muy probablemente no existan grupos humanos exclusivamente violentos o pacíficos todo el tiempo y en todas las circunstancias, pero sí podemos encontrar individuos exclusivamente violentos o exclusivamente tímidos. Nos preocupan más los primeros, por el daño que pueden causar a otros y a ellos mismos. Por muchas razones, nos parece que la mayoría de los humanos son más bien pacíficos gran parte de sus vidas y han desarrollado estrategias adecuadas para resolver conflictos. De hecho, nuestras principales hormonas liberadas bajo estrés se corresponden con la de mamíferos sociales  dados a la huida y no al ataque.

¿Entonces, por qué algunos individuos son tan violentos? La violencia nace en el cerebro y este termina de formarse al llegar a adultos, con una intensa fase de formación de conexiones en los primeros años de vida.

A mediados del siglo XX se realizó un estudio hoy clásico: Harry Harlow en la universidad de Winsconsin expuso monos recién nacidos a madres sustitutas de alambre o de alambre forrado con alfombras. Al llegar a adultos, los monos así criados presentaron conductas desviadas, eran retraídos y en especial altamente agresivos. Algunos, cuya madre sustituta se movía de lado a lado, “meciendo” a las crías, al llegar a adultos presentaban las conductas violentas más atenuadas. En ese tiempo no se asoció este hecho a nada especial; el movimiento desarrollaba el cerebelo y éste no jugaba ningún papel en conductas emotivas y no se investigó más el asunto. Hoy sabemos cosas nuevas.

El cerebelo, que inclusive es clave en ciertos tipos de aprendizaje, tiene muchas conexiones con núcleos del tallo cerebral responsables de las principales vías de serotonina, noradrenalina y dopamina, importantísimos neurotransmisores, estas vías  llegan al sistema límbico cerebral y a la corteza premotora, que intervienen en muchas de nuestras conductas, incluyendo aquellas de escape/ataque frente a peligros y estresores ambientales.

Una investigación hoy ampliamente citada, el estudio Dunedin, de Nueva Zelandia, da seguimiento a 1000 niños nacidos en 1972-73 hasta hoy. El dato fundamental encontrado, en el aspecto del estudio de la agresividad, es que el maltrato a niños en la primera infancia los hace propensos a cometer crímenes y conducta antisocial cuando adultos. La neurociencia no se ha quedado atrás. El abuso a menores produce un estrés (una respuesta del organismo) que varía el desarrollo cerebral apropiado, y en menores de cinco años, el cambio resultante puede ser catastrófico.

El abuso físico y sexual en menores produce cambios notables en el electroencefalograma de entre un 70-77% de los niños. Además aparecen cambios de tamaño en el hipocampo y la amígdala límbica, núcleos correlacionados estrechamente con la agresividad. Ambas áreas límbicas varían sus conexiones con el lóbulo prefrontal, cuya estimulación experimental disminuye la agresividad en todos los mamíferos y  es considerado responsable del auto control y auto-disciplina; área inhibida durante la etapa de ritmo MOR (considerada como la responsable de los sueños) mientras dormimos.

Por otro lado, los niños abusados procesan las emociones negativas sólo en el hemisferio derecho, mientras el resto de la población lo hace con los dos hemisferios y en niñas abusadas sexualmente disminuyen las conexiones del cuerpo calloso (principal vía de unión de los hemisferios cerebrales), fenómeno que también se observa en varoncitos si  son desatendidos. Y agreguemos a todo esto que hoy sabemos que la agresión, así como la avaricia, activa los centros de placer o recompensa, los mismos que son activados por las drogas recreativas ilegales.

La genética agrega otro componente a este escenario: la actividad de un gen responsable de la síntesis de la enzima MAOA (monoaminoxidasa), la responsable del tiempo de actuación de los neurotransmisores serotonina, noradrenalina y dopamina antes citados. El gen tiene cinco variantes, de las cuales se han investigado a profundidad dos: la variante que produce bajos niveles de la enzima ( presente en el 30% de los varones) y la que produce los niveles más elevados, presente en algo más de un 60% de los varones humanos estudiados.

Un 35% de los niños maltratados del estudio Dunedin y con una MAOA elevada, realizaron conductas antisociales, pero la unión de maltrato con genes de baja producción de MAOA resulta en un 80% de individuos con conductas antisociales y más de un 30% de ellos fueron condenados judicialmente, responsables de actos muy violentos. En el 2005, otros estudios corroboraron estos datos. No estaba muy equivocado el famoso psiquiatra Hans J. Eynsek, cuando en los años 60 del pasado siglo proponía que la criminalidad era altamente heredada, un balde de hielo en una época que creía que todos los males eran sociales, y que por supuesto hizo que nadie le prestase atención.

Hoy se acepta que el maltrato infantil aumenta en un 50% la probabilidad de volverse criminal, pero no todos los niños maltratados lo son, su genética los defiende.

Se habla de varios factores que predisponen a la violencia en estos estudios: cuidado parental duro e inconsistente que no premia las acciones buenas, familias en conflicto, cambios repetidos de la principal persona que cuida al niño y un solo padre/madre. Por lo general los niños hablan tarde, tienen dificultades de aprendizaje, son hiperactivos, impulsivos y muestran ira. Una primera falta grave (o arresto en sociedades desarrolladas) entre los 7 y los 11 años es uno de los indicadores más seguros de una continua conducta ofensiva cuando adultos.

Pueden llegar estos niños abusados a presentar el desorden de personalidad limítrofe (Border-line): ven las cosas sólo en blanco y negro, colocan personas sobre un pedestal para luego de una pequeña falta posterior crucificarla. Presentan explosiones volcánicas de ira y episodios transitorios de paranoia o psicosis. En su vida llevan una historia de relaciones intensas e inestables, se sienten vacíos e inseguros de su personalidad, se convierten en hiperreligiosos temporales y pueden tener ideas suicidas.

El dato reciente de la extrema violencia contra niños en nuestra América, 9 niños muertos cada hora, principalmente por violencia doméstica, nos indica que en el futuro los sobrevivientes de dicha violencia serán la fuente a su vez de una mayor violencia social.

La exposición a un fuerte estresor temprano en la vida, acompañado de un genotipo particular genera efectos neurobiológicos y moleculares que alteran el desarrollo del individuo de una manera adaptativa, preparando su cerebro adulto para sobrevivir y reproducirse en un mundo peligroso. Que haya sido su estrecho nicho social el peligro, y no toda la sociedad, puede entonces producir un individuo mal adaptado, violento y peligroso o puede retardar profundamente su desarrollo, como el caso de los niños abandonados en los orfanatos de Rumanía, caso ya famoso, o en lo literario el caso de Yilal Gravoski, el niño de Simón y Elena, adoptado en Viet-Nam y que era mudo sin ser sordo, por el trauma de una guerra que nunca entendió, en la novela de Mario Vargas Llosa “Travesuras de la niña mala” (Alfaguara, 2006).

La expresión por mí escuchada en una entrevista de un alto funcionario gubernamental encargado de la represión legal de la violencia en nuestro país, expresando que si él fuese hijo de una familia paupérrima fuese un ladronzuelo, es no sólo patética, sino infundada, salvo que él sepa porqué lo dice. Tenemos más de la mitad de la población por debajo del índice de pobreza y no me parece que  todos esos niños sean violentos y ladronzuelos, al contrario, están en las escuelas y llenan nuestras universidades.

Los llamados a cero tolerancia contra la violencia infantil y doméstica en general no son un grito en el vacío. Es la opción más acorde con lo que nos muestra hoy todo el avance científico de los últimos 50 años para constituir una política preventiva de la criminalidad y la violencia antisocial.

Thursday, May 3, 2012

la lechuza, el espejo y el arzobispo

Acento.com.do, mayo 5 del 2012.

La vieja y fea lechuza vuela sigilosamente por las noches intentando atrapar sus presas, principalmente ratones. Los ojos de las aves presentan mayor cantidad de receptores de luz (conos y bastones) que cualquier mamífero, por milímetro cuadrado de superficie. En otras palabras, los visión de las aves es por mucho, mejor que la nuestra. Además, internamente en el ojo presentan una especie de peine (el pecten) que entre otras cosas ayuda a detectar movimiento y en las aves nocturnas, como nuestra fea lechuza, hay mas bastones, que son los encargados de la visión bajo poca luz, que conos. También sus ojos son tubulares y están de frente en la cara; pueden así tener visión estereoscópica. Es lo que nos permite a nosotros  (y a muchos otros primates) la visión en perspectiva.

Pero si colocamos una vieja y fea lechuza frente a un espejo verá a otra lechuza. Tan vieja, fea y plegada como ella. Nunca se verá a sí misma.

Esto hizo Charles Darwin con un orangután del zoológico de Londres. Le puso frente a un espejo y describió sus reacciones. No las comprendió muy bien.

Algo más de cien años después, y leyendo lo que intentó Darwin, un psicólogo norteamericano, Gordon Gallup (nada que ver con las encuestas Gallup internacionales, ni con las encuestas Gallup de aquí) repitió el experimento, pero con un mejor diseño, en cuatro chimpancés preadolescentes.

Resultó que los chimpancés, luego de unas 40 horas frente al espejo (varias horas al día), se reconocen en el. Mucho se ha discutido al respecto, pero hoy día la prueba del espejo se tiene como un indicador de autoreconocimiento individual, que es lo que la neurociencia  reconoce como consciencia.

Consciencia es una palabra de múltiples significados, polisémica, según los entendidos. Tirar una cáscara de guineo por la ventana de una yipeta en movimiento es un gesto de ausencia de consciencia social. Mandar a alguien a infamar a un colega es ausencia de consciencia ética. Estar anestesiado es estar inconsciente, según los médicos.

Pero la neurociencia piensa la consciencia como el autoreconocimiento. Soy consciente si se quien soy y que soy distinto de todos los demás. Si se que el dolor que siento es mío y de más nadie. Que el amor que siento, yo lo siento. Consciencia es mi Yo, mi unicidad; mi ego, si se quiere.

Los humanos nos iniciamos en la consciencia alrededor de los dos años. El niño se reconoce en el espejo y no piensa que, como la vieja lechuza, es otro niño el que vive dentro del espejo. El infante humano comienza así a expresar pertenencias. ¡Eso es mío! Y a muchos no les gusta repartir, y algunos siguen así toda la vida, se convierten en comesolos.

Otros animales pasan la prueba del espejo, pero solo los adultos o casi adultos y luego de muchas horas frente al espejo: gorilas, orangutanes, algunos monos, delfines, elefantes y las urracas, un ave familia de los cuervos y azulejos. La idea es que hay que tener mucho cerebro  (en relación al peso corporal) y este debe de ser muy interconectado, muy complejo, para producir esa función.

A propósito, no hay espejos en la naturaleza. Se imagina Ud. lo que es pasarse la vida “sabiendo que Ud. es Ud., pero ¿sin saber nunca que es lo que Ud. parece?”. Fue una gran invención humana eso de los espejos. No fueron tontos nuestros indios cuando cambiaban oro por espejitos, pues se veían tal cual eran, cada uno de ellos por vez primera y tuvieron de repente una mayor y más acabada consciencia de sí mismos. Eso no fue poca cosa y, creo yo, bien valía el oro que simplemente brillaba por ahí.

“Darwin no tiene mucho que decir para solucionar el problema de la consciencia y no veo demasiado avance en las explicaciones científicas sobre el tema” dijo el arzobispo de Canterbury Rowan Williams, en su reciente diálogo con el biólogo Richards Dawkings sobre “La naturaleza del ser humano y la cuestión de su origen último”.

El arzobispo no hizo su tarea.

Son miles los artículos científicos sobre este problema y varias las vías de búsqueda del entramado cerebral preciso donde ocurre este fenómeno que llamamos consciencia en los humanos.

Desde los estudios de Derek Denton (El despertar de la consciencia, Paidos, 2009; Oxford Univ. Press, 2005) donde señala a la circunvolución del cíngulo como fundamental en nuestras percepciones personales de sed, hambre, calor, miedo, sueño; los trabajos de Antonio Damasio, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2005, con sus estudios sobre el área del lóbulo parietal dorsal que en tiempo real recibe todas las sensaciones y movimientos de nuestro cuerpo ( El sentimiento de lo que ocurre: cuerpo y emoción en la construcción de la consciencia, Harvest Book, 2000 y Self comes to mind, Pantheon 2010); hasta los 25 años de estudios, investigaciones, artículos científicos y libros de Francis Crick  -1916/2004- (el mismo de Watson y Crick, los descubridores de la estructura del ADN, y que todos una que otra vez hemos escuchado mencionar) que como biólogo molecular y biofísico se dedicó a las neurociencias enfocando el estudio de la consciencia a través de la visión y del lóbulo occipital cerebral.

Mala fe del arzobispo de Canterbury (¡otra vez!) al proponer que es a través de “esa consciencia” que un ser sobrenatural existe e interviene en nuestras vidas. Bueno, mala fe o desconocimiento, pero con idéntico resultado: no sabía de lo que estaba hablando; y es que resulta imposible hoy día defender razonablemente la hipótesis de un Dios, que además de creador (discusión con los físicos), nos interviene nuestras mentes (discusión con la neurociencia).

Preparaba y pensaba este artículo cuando encuentro en la literatura algo muy extraño que rara vez ocurre: dos ensayos, uno en Scientific American Mind & Brain (abril del 2012) y otro en The New Scientist (abril 20 del 2012), ambas revistas de alta divulgación científica de reconocimiento mundial y ambos ensayos escritos por el mismo autor, Cristof Koch. C.Koch fue el coautor de los últimos libros de F. Crick y su principal colega (y alumno) durante los 25 años de investigaciones sobre la consciencia humana.

Koch dirige actualmente un nuevo proyecto en el Allen Institute for Brain Science en Seattle de 10 años de duración, con cientos de investigadores de diversas áreas del mundo y que ha recibido 300 millones de dólares para los primeros cuatro años.

Ambos ensayos de Koch son una clara respuesta al arzobispo de Canterbury y su “punto” de integración humana y religiosa. Claro, Koch sabe lo que es ser políticamente correcto, no menciona la discusión para nada, (si no, nunca hubiese conseguido un instituto de 300 millones en ninguna parte) y no deja de plantear que aunque estudia comprender la consciencia (su ensayo se titula “Nos acercamos más a la consciencia en el cerebro”) “nunca ha perdido el sentido de vivir en un universo mágico” y que su Dios está más cercano al de Baruch Spinoza que al pintado por Miguel Angel.

Como van las cosas pronto veremos a Spinoza como el filósofo más universal de todos los tiempos, para alegría de mi buena amiga Elsita Saint-Amand de Díaz Carela.

Todavía nos falta tiempo, a gran parte de la humanidad, para comprender a plenitud el real significado de lo que la ciencia de hoy nos está diciendo. Cien años dijo Noam Chomsky, en una conferencia que nos dictó hace un tiempo en el Intec, que nos faltaban.
 
De lo que si estoy seguro es de que esta nuestra época será vista en el futuro, no como el siglo de la comunicación, ni de la Internet, ni de la libertad, ni del desarrollo. Será reconocido como “el siglo donde comenzamos a entender lo que somos”. Apuesto a eso. Y la vieja lechuza seguirá viendo otra lechuza cuando en doscientos años más la coloquen frente a un espejo. Los humanos sabremos más que eso y viviremos en consecuencia una más plena y mejor vida