¿Entonces, por qué algunos individuos son tan violentos? La violencia nace en el cerebro y este termina de formarse al llegar a adultos, con una intensa fase de formación de conexiones en los primeros años de vida.
A
mediados del siglo XX se realizó un estudio hoy clásico: Harry Harlow en la
universidad de Winsconsin expuso monos recién nacidos a madres sustitutas de
alambre o de alambre forrado con alfombras. Al llegar a adultos, los monos así
criados presentaron conductas desviadas, eran retraídos y en especial altamente
agresivos. Algunos, cuya madre sustituta se movía de lado a lado, “meciendo” a
las crías, al llegar a adultos presentaban las conductas violentas más
atenuadas. En ese tiempo no se asoció este hecho a nada especial; el movimiento
desarrollaba el cerebelo y éste no jugaba ningún papel en conductas emotivas y
no se investigó más el asunto. Hoy sabemos cosas nuevas.
El
cerebelo, que inclusive es clave en ciertos tipos de aprendizaje, tiene muchas
conexiones con núcleos del tallo cerebral responsables de las principales vías
de serotonina, noradrenalina y dopamina, importantísimos neurotransmisores, estas
vías llegan al sistema límbico cerebral
y a la corteza premotora, que intervienen en muchas de nuestras conductas,
incluyendo aquellas de escape/ataque frente a peligros y estresores
ambientales.
Una investigación
hoy ampliamente citada, el estudio Dunedin, de Nueva Zelandia, da seguimiento a
1000 niños nacidos en 1972-73 hasta hoy. El dato fundamental encontrado, en el
aspecto del estudio de la agresividad, es que el maltrato a niños en la primera
infancia los hace propensos a cometer crímenes y conducta antisocial cuando
adultos. La neurociencia no se ha quedado atrás. El abuso a menores produce un
estrés (una respuesta del organismo) que varía el desarrollo cerebral
apropiado, y en menores de cinco años, el cambio resultante puede ser
catastrófico.
El abuso
físico y sexual en menores produce cambios notables en el electroencefalograma
de entre un 70-77% de los niños. Además aparecen cambios de tamaño en el
hipocampo y la amígdala límbica, núcleos correlacionados estrechamente con la
agresividad. Ambas áreas límbicas varían sus conexiones con el lóbulo
prefrontal, cuya estimulación experimental disminuye la agresividad en todos
los mamíferos y es considerado
responsable del auto control y auto-disciplina; área inhibida durante la etapa
de ritmo MOR (considerada como la responsable de los sueños) mientras dormimos.
Por
otro lado, los niños abusados procesan las emociones negativas sólo en el
hemisferio derecho, mientras el resto de la población lo hace con los dos
hemisferios y en niñas abusadas sexualmente disminuyen las conexiones del
cuerpo calloso (principal vía de unión de los hemisferios cerebrales), fenómeno
que también se observa en varoncitos si son desatendidos. Y agreguemos a todo esto que
hoy sabemos que la agresión, así como la avaricia, activa los centros de placer
o recompensa, los mismos que son activados por las drogas recreativas ilegales.
La
genética agrega otro componente a este escenario: la actividad de un gen
responsable de la síntesis de la enzima MAOA (monoaminoxidasa), la responsable
del tiempo de actuación de los neurotransmisores serotonina, noradrenalina y
dopamina antes citados. El gen tiene cinco variantes, de las cuales se han investigado
a profundidad dos: la variante que produce bajos niveles de la enzima (
presente en el 30% de los varones) y la que produce los niveles más elevados,
presente en algo más de un 60% de los varones humanos estudiados.
Un 35%
de los niños maltratados del estudio Dunedin y con una MAOA elevada, realizaron
conductas antisociales, pero la unión de maltrato con genes de baja producción
de MAOA resulta en un 80% de individuos con conductas antisociales y más de un
30% de ellos fueron condenados judicialmente, responsables de actos muy
violentos. En el 2005, otros estudios corroboraron estos datos. No estaba muy
equivocado el famoso psiquiatra Hans J. Eynsek, cuando en los años 60 del
pasado siglo proponía que la criminalidad era altamente heredada, un balde de
hielo en una época que creía que todos los males eran sociales, y que por
supuesto hizo que nadie le prestase atención.
Hoy se
acepta que el maltrato infantil aumenta en un 50% la probabilidad de volverse
criminal, pero no todos los niños maltratados lo son, su genética los defiende.
Se
habla de varios factores que predisponen a la violencia en estos estudios:
cuidado parental duro e inconsistente que no premia las acciones buenas,
familias en conflicto, cambios repetidos de la principal persona que cuida al
niño y un solo padre/madre. Por lo general los niños hablan tarde, tienen
dificultades de aprendizaje, son hiperactivos, impulsivos y muestran ira. Una
primera falta grave (o arresto en sociedades desarrolladas) entre los 7 y los
11 años es uno de los indicadores más seguros de una continua conducta ofensiva
cuando adultos.
Pueden
llegar estos niños abusados a presentar el desorden de personalidad limítrofe
(Border-line): ven las cosas sólo en blanco y negro, colocan personas sobre un
pedestal para luego de una pequeña falta posterior crucificarla. Presentan
explosiones volcánicas de ira y episodios transitorios de paranoia o psicosis.
En su vida llevan una historia de relaciones intensas e inestables, se sienten
vacíos e inseguros de su personalidad, se convierten en hiperreligiosos
temporales y pueden tener ideas suicidas.
El
dato reciente de la extrema violencia contra niños en nuestra América, 9 niños
muertos cada hora, principalmente por violencia doméstica, nos indica que en el
futuro los sobrevivientes de dicha violencia serán la fuente a su vez de una
mayor violencia social.
La
exposición a un fuerte estresor temprano en la vida, acompañado de un genotipo
particular genera efectos neurobiológicos y moleculares que alteran el
desarrollo del individuo de una manera adaptativa, preparando su cerebro adulto
para sobrevivir y reproducirse en un mundo peligroso. Que haya sido su estrecho
nicho social el peligro, y no toda la sociedad, puede entonces producir un
individuo mal adaptado, violento y peligroso o puede retardar profundamente su
desarrollo, como el caso de los niños abandonados en los orfanatos de Rumanía,
caso ya famoso, o en lo literario el caso de Yilal Gravoski, el niño de Simón y
Elena, adoptado en Viet-Nam y que era mudo sin ser sordo, por el trauma de una
guerra que nunca entendió, en la novela de Mario Vargas Llosa “Travesuras de la
niña mala” (Alfaguara, 2006).
La
expresión por mí escuchada en una entrevista de un alto funcionario
gubernamental encargado de la represión legal de la violencia en nuestro país,
expresando que si él fuese hijo de una familia paupérrima fuese un ladronzuelo,
es no sólo patética, sino infundada, salvo que él sepa porqué lo dice. Tenemos
más de la mitad de la población por debajo del índice de pobreza y no me parece
que todos esos niños sean violentos y
ladronzuelos, al contrario, están en las escuelas y llenan nuestras
universidades.
Los
llamados a cero tolerancia contra la violencia infantil y doméstica en general
no son un grito en el vacío. Es la opción más acorde con lo que nos muestra hoy
todo el avance científico de los últimos 50 años para constituir una política
preventiva de la criminalidad y la violencia antisocial.