J.R.Albaine Pons, publicado en mayo del 2005, en el desaparecido CLAVE DIGITAL
Un fanático no es
sólo un aguilucho que cada vez que pierden La Aguilas frente al Licey “jura y
perjura” que los árbitros eran capitaleños y que estaban vendidos. El fanatismo
tiene una larga data en la humanidad y con distintos adornos sus resultados
siempre han sido similares. ¿Por qué hay fanáticos?, podemos hacer la pregunta
más angustiosa aún, ¿por qué siempre han existido?
No se crea que el
fanatismo deportivo es muy alejado del político o religioso. Los mayores
“inchas” del equipo de fútbol de Servia, que incluso le acompañaban en sus
giras internacionales por Europa se convirtieron en los SS de Milosevick en los
recientes exterminios de poblaciones por cuestiones raciales y religiosas en
los Balcanes.
Algo del
fanatismo está en nuestros cerebros por evolución. Muchos opinan como Konrad
Lorenz que la agresión es uno de nuestros más fuertes instintos y curiosamente
Lorenz veía a los deportes como una vía de escape de la agresividad en nuestras
sociedades modernas.
El desarrollo
moral, aceptando el vivir con otros y los valores de otros se considera una
función de los lóbulos frontales del cerebro humano, la última gran área en
evolucionar en el cerebro homínido, donde se controla la impulsividad y se
acepta la posposición de gratificaciones y del futuro. La activación de la
corteza prefrontal ventromedial y la orbitofrontal media ocurre en sujetos
varones que presentan un deseo irrefrenable de sancionar de alguna manera a
otra persona. Y el fanatismo es la sanción por excelencia.
El fanático no
sólo tiene visiones cerradas, extremas, celosas y perniciosas, además, y por
mucho más, es intolerante. Los jacobinos tenían poca paciencia con las
imperfecciones así como también los Khmer Rouge de la Kampuchea de barraca o
Cambodia de hoy. Y esa intolerancia choca de frente con el mundo occidentalizado
de nuestra actualidad definido en la teoría del riesgo social de Giddens, Beck
y otros: “ya no vivimos nuestras vidas de acuerdo a la naturaleza o la
tradición. No hay un código simbólico ni códigos de ficciones aceptadas para
guiarnos en nuestra conducta social”; sólo existe, quizás, la aceptación y
enseñanza del pluralismo, entendido como lo expresó Isaiah Berlín en su último
ensayo aparecido postmortem en 1998 en el NY Review of Books: “He llegado a la
conclusión que existen una pluralidad de ideales, así como hay de culturas y
temperamentos”, aunque se cuidó de distanciarse del relativismo cultural de
algunos.
Berlín señalaba a
los nazis (nacional socialistas, no lo olvidemos) no como enfermos, o
patológicamente desquiciados, como dicen muchos, sino personas malsanamente
equivocadas y totalmente mal guiadas por hechos inciertos. Señala que con la
suficiente
falsa educación y
diseminación de la ilusión y el error, los humanos, sin dejar de ser humanos,
pueden cometer los crímenes más horrendos.
Al recibir el
Nobel de La Paz en 1998, David Trimble nos recordaba: “soy escéptico de
discursos llenos de sonidos y furias, idealistas de intención, pero imposibles
de implementar…quiero una sociedad decente y normal con las mismas debilidades
de los humanos, pero con sus mismas grandezas”. Definió al fanático político
como alguien más interesado en usted que en él mismo, que quiere perfeccionarlo
a usted personalmente, políticamente, en lo religioso, lo racial y lo
geográfico.
El fanatismo, que
era común en la Europa de hace unos siglos como lo muestran sus guerras
religiosas, hoy lo vemos en la religión musulmana y las luchas genocidas
tribales y étnicas del centro de Africa y los Balcanes.
Se ha planteado
que parte de la esencia de un fanático está en su inhabilidad de ver el mundo
según principios abstractos, o sea, no pueden trascender la literalidad de
“textos sagrados”, no necesariamente religiosos, como lo muestra el libro rojo
de Mao y su “revolución cultural” que devastó a China y la atrasó por 100 años
más.
Recientemente una
noticia difundida por el semanario estadounidense Newsweek sobre burlas acerca
del Corán frente a prisioneros musulmanes radicales en la base norteamericana
de Guantánamo en Cuba, resultaron en manifestaciones turbulentas en Afganistán
y Pakistán con muerte de ciudadanos. Todo el mundo criticó a Newsweek, hasta el
gobierno americano lo hizo, por publicar esa historia. Pero nadie se preguntó
por qué a pesar de todo lo que se dijo negativamente sobre el difunto y el
nuevo Papa católico, los católicos no se lanzaron a protestar desordenadamente
a las calles, como tampoco lo hicieron los millones de budistas del mundo
cuando en el 2001 los Talibanes de Afganistán destruyeron templos y estatuas de
Buda de 1,500 anos de antigüedad. Tal parece que estamos aceptando poco a poco
que los musulmanes sean fanáticos de marcada transgresión social y los tratamos
como a los dementes, con mucho cuidado para no alterarlos de ninguna manera.
La condena a
muerte de escritores por los jefes religiosos musulmanes ha sido visto como
algo exótico que llega del oriente medio, muy débilmente protestado, aunque
esas personas hasta el día de hoy viven con precios por sus cabezas sólo por
escribir.
En su libro
reciente sobre las vidas y personalidades de los causantes directos de la
masacre de las Torres Gemelas (aunque aquí en R.D. académicos de altas
posiciones llegaron a decirme quedo al oído y de manera confidencial: ¡ya se
sabe todo, fueron los norteamericanos ellos mismos los que volaron Las Torres!)
T. McDermott, reportero del
L.A.Times, los describe como personas de
clase media, hijos protegidos, musulmanes seculares con familias que vestían a
lo occidental y llevaban vidas tranquilas y sin ninguna militancia política ni
religiosa notable. Y en pocos años estos jóvenes, viviendo en Europa y los
Estados Unidos, sólo hablaban de religión, se politizaron y realizaron lo que
hicieron, llevándose sus propias vidas de por medio. Se comportaron como los
fanáticos de siempre, de todas las épocas, pero con moderna tecnología de
devastación.
No que los
fanáticos no existen en otras religiones y en diversos credos políticos, pero
de alguna manera en el occidente actual se ha logrado, no del todo y no sin
lucha intelectual y civilista, que sus fanatismos sólo lo lleven a sus vidas
personales y su entorno inmediato, y no hacia la irrupción social.
Nuestros grandes partidos políticos, luego de por necesidad tener que abandonar ese
fanatismo “blando” que es el caudillismo, están inmersos en congresos, cambios
y búsquedas de nuevos fines y formas de pensar. No estaría de más que pensaran
en cómo evitar el fanatismo entre los suyos. Parece que puede ser posible si se
organiza el pensar y lo emocional por vías que eviten “ismos”
desproporcionados, ideales irrealizables y fantasías futurísticas todas
distantes del contexto de nuestro tiempo, nuestra geografía y nuestra historia.
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Con los fanáticos
todavía nos queda mucho tiempo por convivir, aunque quizás y con suerte algo
menos para comprenderlos como fenómeno individual y colectivo.