Fernando I. Ferrán
Profesor e investigador del Centro P. Alemán, de la PUCMM
El pueblo dominicano tiene raíces culturales que
permanecen encubiertas en su pasado. En eso no se diferencia de otros tantos
pueblos que suben al escenario de la historia universal. Lo distintivo del caso
dominicano es que las suyas se enraízan en seis sistemas de organización social
bien definidos ya en el siglo XIX: el hatero, el maderero, el campesino, el
tabacalero, el azucarero y el gubernamental.[1]
A partir del cruce de los rasgos distintivos en cada
uno de esos seis modelos de organización social decimonónica resulta “una construcción cultural” (Herrera
2018: 371) que se deja discernir por medio del “contrapunteo” (Ortiz 2002) de
al menos tres de sus raíces más representativas: la hatera, la tabacalera y la
azucarera.
Es en ese contexto que resumimos a continuación los
resultados de dicho contrapunteo. Su propósito es doble. Primero, no dictaminar
una conclusión, sino que cada lector cuente con elementos de juicio para
dictaminar desde la atalaya de la segunda década del siglo XXI cuál de esas
raíces considera que es la que predomina actualmente en la sociedad dominicana.
Y, a pesar de ese aparente dominio de una de las
raíces, segundo, cuál de las seis debiera ser la predominante e indispensable
para transformar y relanzar la vida nacional en función de algún otro modelo
social más inclusivo, sostenible, democrático y dignificante de la vida en la
República Dominicana.
I.
La gallera
imaginaria
Estamos a
mediados del siglo XIX dominicano. Imaginemos en él, para fines de este
contrapunteo, la arena de una gallera. En su lado oriental domina la relación de subordinación y dependencia
clientelar del peón respecto al hatero, gestada durante más de tres siglos de
existencia colonial.[2]
También, como quien dice desde siempre, en el extremo norteño del lado
cibaeño, los actores que intervienen y toman decisiones subsidiariamente en las
redes de apoyo a las labores de siembra, cultivo, manejo de la hoja, venta,
transporte, comercialización y exportación de la hoja de tabaco negro al libre
mercado internacional.[3]
Y, en sus lados sur y sur central -finalizando el siglo- sobresale el auge de
la agroindustria azucarera.
Además, por desperdigada que esté la exigua población en el espacio de esa
misma arena, nada más aislado que el campesinado, sometido a la naturaleza y al
abandono más sensible; o también los cortadores y aserraderos de madera,
tumbando bosques perecederos en lejanos rincones de lomas y cordilleras. Y, claro está, hay que mencionar en términos generales a todo ese cuerpo social revestido de una burocracia que desde antaño
pretende la autoridad que no necesariamente se legitima en su acepción de “servidores”
“públicos”.
Así, pues, con esa gallera metafórica en mente inicio la faena escrutando la primera
de las raíces identitaria soterrada en uno de los más ancestrales sistemas de
organización social de La Española: el hato ganadero.
II. En búsqueda de
las raíces identitarias o la gallera dominicana del siglo XIX
1. El rasgo hatero
Las relaciones sociales en el hato ganadero giran alrededor de un solo
actor: el hatero, en su condición indiscutible de patrón y jefe.
En ese tenor, el hato y la plantación azucarera pueden ser objeto de un
contrapunteo por vía de la relación laboral. Se asemejan por la dependencia,
tanto de los peones ganaderos, como de los trabajadores de campo azucarero, respecto a sus respectivos jefes. A pesar de esa similitud, en ningún momento se
confunden entre sí puesto que en el mundo azucarero no hay trazo alguno del
paternalismo que es dominante en el hato ganadero.
Desprovistos de poder y de derechos frente al amo, los esclavos y sus
sucesores, los peones, soportaron un tipo de convivencia cuya subordinación
contrastaba con la cuasi -por no afirmar que- absoluta desprotección de todo derecho que
padecían los campesinos en zonas rurales y montañosas del país y, en especial,
los braceros azucareros en las plantaciones agroindustriales.
En cualquier hipótesis, debido a la relativa proximidad social de los
actores dominicanos en el hato ganadero, cabe advertir una serie de fenómenos
culturales distintivos del territorio particularmente oriental de la recién
emancipada república en 1844.
a. El primer fenómeno
significativo viene dado por la relativa cercanía y solidaridad interétnica y
de corte paternalista que terminó favoreciendo el cruce racial distintivo de la
comunidad mulata dominicana; y de ahí, en tanto que identificada con el patrón
ideal, la preferencia general de los pobladores por los rasgos distintivos del
blanco tenido por “rubio” o, en su defecto, por el blanco de la tierra.
Dado su raigambre hatera, las relaciones sociales todas dependen del
contacto directo, personal, zalamero entre dos o pocos sujetos más, arropadas
por un trato simpático y personalizado, aun cuando entrañan como condición de
posibilidad una considerable asimetría de poder entre las partes y una
incuestionable dosis de conducta dócil del peón hacia su patrón, y de
engreimiento de éste hacia aquél.
Esa debe ser la hipotética explicación de por qué las relaciones e
intercambios de ascendencia hatera, incluyendo la caudillista, encuentran sus
verdaderos epígonos contemporáneos en el mundo de la política y de la
administración pública, al tiempo que se diferencian de los rasgos que
predominan en todos los otros modos de convivencia en el país, comenzando por
el tabacalero.
2. El gen
tabacalero
Con razón, Pedro F.
Bonó llamó al tabaco “el verdadero padre de la patria” (citado
en Rodríguez Demorizi 1964: 199).
Merecida paternidad simbólica en función de su
tradicional don de inclusión social y de promoción recíproca, tanto del
tabacalero, de su familia y de sus vecinos echando días cada uno en los predios
de los demás, como del transportista de los serrones de tabaco criollo, los
almacenistas locales y sus obreros, las casas exportadoras de la hoja, el
personal y los estibadores del puerto de salida del producto y, por último, las
casas exportadoras que compran en el país y venden a las casas matrices en el
exterior.
En esa intrincada y compleja red de apoyo comunitaria cooperan y se benefician todos aquellos en lo que se sustenta una causa colectiva.
Por demás,
cómo olvidar que, al igual que la burocracia política que hereda la
idiosincrasia hatera, ésta se cobija en la rutinaria quietud y la aparente
poltronería de relaciones clientelares y no, como en el mundo del tabaco, de
asumir riesgos en aras de la relativa promoción recíproca de todos los concernidos.
Por múltiples vías se llega al mismo desenlace a propósito de la idiosincrasia tabacalera.
He ahí lo que lo hace inconfundible pero inseparable del orden azucarero cuyo predominio se impondría durante finales del período decimonónico y gran parte del siglo pasado, superando el verticalismo hatero y la convivencia tabacalera.
3.
El talante
azucarero
El
talante azucarero aparece a finales del siglo XIX, no en las fincas azucareras
de un ingenioso pero vetusto trapiche, sino en los latifundios de ingenios que
resultan de una inversión agroindustrial de índole capitalista. Para no pocos,
esa agroindustria, denominada la columna vertebral de la economía dominicana
durante gran parte del siglo XX, representa la cualidad inalienable de la
identidad dominicana.
No
obstante, nada más lejos de la verdad. La cualidad azucarera ni siquiera
impacta a la mayoría de la población dominicana y, en la que sí incide
concierne, no la afecta de manera homogénea. Como se verá, la razón es
sencilla: una cosa es el mundo económico, otra el reino de este mundo que
culturalmente es mucho más complejo y diverso.
Para
dejar al desnudo esa realidad divido la exposición en dos momentos: (a) uno
relativo a la mayoría de la población afectada de manera directa en el país por
el rasgo azucarero; y (b) otro a propósito de quienes propician ese estado de
cosas y se valen de su influencia para sustentar su predominio.
a. La mayoría de la población dominicana,
independientemente de su extracción social y de su ascendencia étnica, es ajena
y no está expuesta a las condiciones de vida y de disciplina laboral que
imperan a nivel de campo en la actividad azucarera.[4] Los habitantes recluidos
en los campos de caña de azúcar constituyeron y siguen constituyendo una
minoría poblacional en el país y, para colmo, siempre han sido tenidos
formalmente como extranjeros.
Esa
población azucarera habita de espaldas a la sociedad dominicana recluida en
bateyes esparcidos a lo largo y ancho de cada plantación latifundista. La idea
genérica de los bateyes fue concebida por las tropas de ocupación
estadounidenses, a inicios del siglo pasado, con un solo propósito e interés:
facilitar acceso a pie a los braceros retenidos en ellos a lugares
predeterminados de tiro y corte de la caña. Desde aquel entonces, se vieron
privados de comodidades y hasta de servicios tales como agua potable, salud,
educación, transporte, recreación y otros.
En cada batey
-principalmente de campo, pero también en los de servicio y en el central de
cada ingenio- pululaban sembradores y braceros de caña, linieros, carreteros y
pesadores que rara vez comparten su rutinaria y sudorosa existencia con guarda
campestres, capataces, mayordomos, empleados e ingenieros del ingenio en
general, amén de los publicitados bodegueros o eventuales docentes y personal
de salud de las zonas limítrofes.
Si algo
debe quedar claro en ese contexto es que el hombre del batey, y todos ellos juntos
con sus respectivos dependientes, en poco se asemejan al popular y folklórico “negrito del batey”.
El hombre
del batey -extranjero o tenido como tal y menos veces como dominicano- se
diferencia del resto de la población dominicana. Se les recluta y tiene
formalmente como extranjeros aislados en una distante plantación
agroindustrial. Provinieron en una época temprana de las Islas Vírgenes, Puerto
Rico, Antillas Menores, y más recientemente, de Haití. Subsisten sometidos a
largas horas de extenuantes y sudorosas faenas que agotan diligentemente dada
su sumisión laboral férrea e incondicional. La voz de mando que obedecen es
única y exclusiva, pues emana de la boca del administrador y/o propietario de
la plantación y les llega encadenada por los eslabones de sus representantes e
intermediarios. (Ferrán 1986)
Así,
pues, en contraste con lo que acontece en el resto del conglomerado poblacional
dominicano, -donde la gran mayoría de la población dominicana comparte de
manera informal, por iniciativa propia y de espaldas a las condiciones de vida
propias al batey azucarero-, en los cañaverales la vida humana se reproduce
enajenada de sí, desposeída de voluntad propia, retenida bajo el completo
dominio que el administrador o su representante ejerce sobre la mayoría
absoluta de los bateyes.
Huelga
explicar, por tanto, por qué está comprobado que “el dominicano no corta caña”. Una cosa es la evocación artística e
incluso religiosa o folclórica del cañaveral, pero otra muy distinta sus
inducidos valores, hábitos, costumbres y sobre todo patrones de comportamiento
y condiciones de vida.
De ahí el
vivo contraste de ese reducto poblacional con el resto de quienes pueblan la
geografía dominicana. A modo de contraste original, tanto el campesino, como el
tabacalero, poseen un medio de producción propio que salvaguarda su efectiva
reproducción, por precaria que ésta sea, a diferencia de cualquier foráneo
hombre del batey segregado en un campamento de trabajo al que -a lo sumo- solo
se le permite un exiguo surco de tierra para que ahí siembre algunos víveres de
consumo individual.
Por demás, los hombres del cañaveral no gozaban de
la libertad de tránsito de la que sí disponían en contraposición a ellos, tanto
los campesinos y los tabacaleros, como los peones ganaderos y los cortadores de
madera, en sus frecuentes y libres desplazamientos en la geografía dominicana.
b. El talante azucarero se manifiesta no solo, en función de los de abajo,
subyugados en el cañaveral, sino más bien en el resto de la sociedad dominicana
cuando con él irrumpió a finales del siglo XIX la verdadera gran
transformación[5] de la sociedad
dominicana.
Esa ruptura
consistió en la puesta de hecho y de derecho del poder estatal al servicio de
un grupo económico en particular. Ese fenómeno no se había registrado ni con
los tabacaleros, aún menos con los campesinos y, en sentido estricto, tampoco
con los hateros y los madereros.
Con la
irrupción de la agroindustria azucarera en el dominio público, y teniendo como
actores principales a quienes han sido identificados como “barones”, lores”
y “zares” del azúcar, dejó de funcionar el acostumbrado proceso de
aculturación en el seno de segmentos mayoritarios del pueblo dominicano. La
raigambre hatera, así como la tabacalera, la campesina, la maderera u otra
cualquiera de las más tradicionales, pasaron a un estado de cosas recesivo,
sometidos por el dominio azucarero.
Llegaba
así, por gravedad propia, -con o sin arritmia histórica[6]-,
la hora de la manipulación y uso en beneficio propio y desde arriba de los
hilos del poder político y económico del país por parte de un grupo exclusivo
de la sociedad dominicana.
En efecto, los regentes de la floreciente y primera agroindustria del país, la azucarera, transgredieron el acostumbrado desconocimiento con el que los más diversos actores públicos desplegaban sus actividades económicas de espaldas o desconociendo la autoridad estatal y a sus representantes. Testigos de ese constante desconocimiento de la autoridad gubernamental fueron, según los anales patrios, esa legión de tabacaleros, campesinos, leñadores, dueños de aserraderos y comerciantes de madera, y sin por tanto excluir parcialmente a la baja empleomanía gubernamental, todos[7] los cuales operaban de espaldas a las disposiciones de los gobiernos de turno.
El batey en el que se enraizaba tanta fortuna pasó a ser, por consiguiente, cicatriz y símbolo eficaz de dos poblaciones -la tradicional y la confinada- adyacentes, pero inconfundibles y circunscritas por el cúmulo del poder recién adquirido a partir de los predios azucareros.
III.
La pregunta
Como consecuencia del contrapunteo de los más diversos comportamientos en los órdenes sociales tradicionales en el siglo XIX, procede la formulación de una última pregunta.
Dado el legado que
cada una de las raíces culturales de la sociedad dominicana aporta al presente,
¿cuál de ellas, -independientemente de que esté en estado dominante o
recesivo-, cuenta con mayor potencialidad para extender el desarrollo
sostenible del pueblo dominicano, como “dominicano”, en medio de la
comunidad internacional?
No se trata de una
cuestión bizantina en el reino de este mundo, sino de asuntos vitales que
conciernen, tanto el significado y el sentido de nuestro actual quehacer, como
el de las futuras generaciones.
En concreto, su empuje independiente renueva esa construcción desde su estado de informalidad en medio, tanto de la modernidad y del crecimiento económico del país, como de funcionarios gubernamentales que paradójicamente contribuye a elegir al tiempo que los desconoce cuantas veces decide reproducirse y superarse al margen de ellos.
IV.
Bibliografía
Andújar, Carlos:
---“Dominicanidad y siglo XIX”, Discurso de ingreso a la Academia
Dominicana de Historia, texto manuscrito, Santo Domingo, 2018: 17pp
Bosch, Juan:
---Trujillo. Causas de una tiranía sin ejemplo, Santo Domingo, ed.
Alfa & Omega, 8va reimpresión, 2009.
Herrera, Jochy:
---Estrictamente Corpóreo, Santo Domingo, Colección Cultural del Banco
Central de la República Dominicana, 2018.
---Tabaco y Sociedad. La organización del poder en el ecomercado de
tabaco dominicano, Santo Domingo, Fondo para el Avance de las Ciencias
Sociales, 1976.
---«Actitudes y valores de la población cañera»; en F. Moya Pons
(ed.): El Batey: Estudio socioeconómico de los bateyes del Consejo Estatal del
Azúcar, Santo Domingo, Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales, 1986: 103-147.
---Los herederos. ADN cultural del dominicano; Santo Domingo, col. Banco Central de la República Dominicana, 2019.
---Sobre la marcha. Santo Domingo: Ediciones Futuro,
1969.
-----Apuntes para una teoría de la
nacionalidad dominicana, Instituto Panamericano de Geografía e
Historia, Sección Nacional Dominicana, Santo Domingo 2011.
Lora, Ana Mitila:
---Memoria
del Siglo, Santo Domingo, Editorial Universitaria Bonó, 2018.
Marrero Aristy, Ramón:
---Over, Santo Domingo, Editoria Taller, 18ª. Ed.), 1998.
---Hay un país en el mundo, La Habana, Talleres de La Campaña Cubana,
1949.
Moya Pons, Frank:
---El Gran Cambio: La transformación social y económica de la República
Dominicana, 1963-2013; Santo Domingo, Banco Popular Dominicano, 2014.
---Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar, original de 1940, Madrid, Cátedra, 2002.
Polanyi, Karl:
---La Gran Transformación: Crítica del liberalismo
económico, Madrid, Ediciones de la Piqueta, (original 1944), edición de 1989.
Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.):
---Papeles
de Pedro F. 1964, Editorial del Caribe, C por A, Santo Domingo, 1964.
------- ----------- -------
[1] A este propósito, ver Ferrán 2019: 59 y ss.
[2] La sociedad hatera juega un rol protagónico desde muy temprano en La
Hispaniola en la conformación de la identidad dominicana. No faltan por ello
mismo quienes -obviando la complejidad constitutiva de la dominicanidad-
argumentan que “es el hato ganadero el
fundamento de constitución de la identidad cultural dominicana, contrario
posiblemente a lo sucedido en otras partes del continente americano incluyendo
el Caribe, que por mucho tiempo fue dominada por la plantación cañera, y la
idea que fuere éste que influyere en sus identidades” (Andújar 2018: 16). Un buen sostén de esa afirmación se
encuentra en los estudios de Ciriaco Landolfi (2011).
[3] Esa compleja red de articulación social está expuesto
en Ferrán 1976, donde se contraponen la experiencia decimonónica y la
verificada a nivel de estudio de campo antropológico durante la segunda mitad
del siglo XX.
[4]
Téngase en cuenta que la siguiente exposición no desconoce grandes y valiosos aportes literarios y otros, salidos del mundo
del cañaveral y expuestos con valor y maestría en obras tales como por ejemplo
las de Pedro Mir (1949), Ramón Marrero Aristy (1998), Norberto James Rawlings
(1969) y otros, tanto de una u otra experiencia vital y formación profesional.
La cuestión es que la realidad a la que ellos estuvieron expuestos, y a la que
por tanto se deben y por eso delatan también, no es la más común y generalizada
para la mayoría población en el resto de la geografía dominicana. La realidad
dominicana y la idiosincrasia que de ella deriva no se agotan ni reducen al
ingenio y al batey de la agroindustria azucarera.
[5] En su importante estudio de 1944, La Gran
Transformación, Karl Polanyi (1989) analiza el paso de una economía donde hay
mercados regidos por la reciprocidad y el trueque a una sociedad pura y
exclusivamente de mercado. En ésta todo pasa a ser una se mercancía, como
había previsto Karl Marx. Polanyi muestra que ese sistema económico de
mercado deforma unilateralmente la visión que se pueda tener del hombre y de
la sociedad, llegando incluso a ponerle valor monetario al trabajo humano por
primera vez en la historia universal. De ahí que los principios de
reciprocidad, de redistribución y de intercambio, los mismos que dan cuenta de
las formas históricas que adoptaron las relaciones económicas en las diversas
formaciones sociales primitivas o de sociedades pasadas, no sólo permiten
críticar el carácter excluyente
de la economía capitalista liberal, sino que al mismo tiempo proporcionan un
contraste alternativo del que podemos extraer lecciones para una integración
más ecológica y humana de la economía en la sociedad contemporánea.
[6] “La arritmia histórica de nuestro país nos ha dado más de una vez ese
caso de desarrollo económico y social fuera de orden. Lógicamente debimos tener
una oligarquía antes que una burguesía, pero no sucedió así a causa de
esa arritmia característica de la historia dominicana”,
(ver, Bosch 2009: cap. VII). Juan Bosch, al analizar la dictadura de Trujillo en el contexto de
la historia dominicana, elabora una novedosa tesis que consiste en proponer que
la historia de la República Dominicana se ha visto afectada, desde sus
orígenes, por dicha arritmia.
En un contexto de procesos históricos
constantes, esa arritmia
histórica significa
que la historia patria no ha discurrido de igual manera que la de otros pueblos
de mundo. Ese fenómeno anómalo tiene su explicación en el hecho de que España
también experimentó una anomalía histórica con respecto a las otras naciones
europeas, como las más desarrolladas (Inglaterra, Países Bajos, Francia) en su
comprensión lineal -por no decir críticamente unilinear o unidireccional- de la
historia. En ese contexto, la arritmia dominicana termina siendo de naturaleza
reincidente. De acuerdo a Bosch se debe a una España cuyo período medieval no
transcurre como en el norte de la península europea, sino bajo el dominio de
los árabes. Y, en última instancia, a que el autor de referencia asume que la
finalidad e historia de la humanidad es única e idéntica a sí misma; de modo que
mientras unos pueblos despejan el camino, pues van a la vanguardia de un
proceso único, otros siguen pero rezagados.
[7] Pudiera añadirse también, a modo
de enraizamiento histórico con lo acontecido en siglos anteriores, a aquellos
súbditos de la Corona española que comerciaban en el oeste y
noreste de la colonia de Santo Domingo con bucaneros y corsarios para poder
reproducirse y subsistir, huérfanos como estaban de toda autoridad real.
[8] Ese proceso de transformación precede otro que acertadamente ha sido
denominado “el gran cambio” por Frank Moya Pons (2014) Y que aconteció
-tras el tiranicidio del 30 de mayo de 1960- como derivado de la urbanización,
modernización y democratización de la población dominicana.