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Sunday, December 20, 2020

Raíces encontradas: contrapunteo hatero, azucarero y tabacalero en el pasado dominicano


Fernando I. Ferrán

Profesor e investigador del Centro P. Alemán, de la PUCMM

 

El pueblo dominicano tiene raíces culturales que permanecen encubiertas en su pasado. En eso no se diferencia de otros tantos pueblos que suben al escenario de la historia universal. Lo distintivo del caso dominicano es que las suyas se enraízan en seis sistemas de organización social bien definidos ya en el siglo XIX: el hatero, el maderero, el campesino, el tabacalero, el azucarero y el gubernamental.[1]

 

A partir del cruce de los rasgos distintivos en cada uno de esos seis modelos de organización social decimonónica resulta “una construcción cultural” (Herrera 2018: 371) que se deja discernir por medio del “contrapunteo” (Ortiz 2002) de al menos tres de sus raíces más representativas: la hatera, la tabacalera y la azucarera.

 

Es en ese contexto que resumimos a continuación los resultados de dicho contrapunteo. Su propósito es doble. Primero, no dictaminar una conclusión, sino que cada lector cuente con elementos de juicio para dictaminar desde la atalaya de la segunda década del siglo XXI cuál de esas raíces considera que es la que predomina actualmente en la sociedad dominicana.

 

Y, a pesar de ese aparente dominio de una de las raíces, segundo, cuál de las seis debiera ser la predominante e indispensable para transformar y relanzar la vida nacional en función de algún otro modelo social más inclusivo, sostenible, democrático y dignificante de la vida en la República Dominicana.

 Antes de iniciar la tarea pendiente, imaginemos el sitio en el que tendrá lugar dicho contrapunteo, sin prescindir de sus actores y sus respectivos sistemas de organización social. Este paso introductorio permitirá visualizar rápidamente la complejidad de la cuestión.

 

I.                 La gallera imaginaria

 

Estamos a mediados del siglo XIX dominicano. Imaginemos en él, para fines de este contrapunteo, la arena de una gallera. En su lado oriental domina la relación de subordinación y dependencia clientelar del peón respecto al hatero, gestada durante más de tres siglos de existencia colonial.[2]

 

También, como quien dice desde siempre, en el extremo norteño del lado cibaeño, los actores que intervienen y toman decisiones subsidiariamente en las redes de apoyo a las labores de siembra, cultivo, manejo de la hoja, venta, transporte, comercialización y exportación de la hoja de tabaco negro al libre mercado internacional.[3] Y, en sus lados sur y sur central -finalizando el siglo- sobresale el auge de la agroindustria azucarera.

 

Además, por desperdigada que esté la exigua población en el espacio de esa misma arena, nada más aislado que el campesinado, sometido a la naturaleza y al abandono más sensible; o también los cortadores y aserraderos de madera, tumbando bosques perecederos en lejanos rincones de lomas y cordilleras. Y, claro está, hay que mencionar en términos generales a todo ese cuerpo social revestido de una burocracia que desde antaño pretende la autoridad que no necesariamente se legitima en su acepción de “servidores” “públicos”.

 

Así, pues, con esa gallera metafórica en mente inicio la faena escrutando la primera de las raíces identitaria soterrada en uno de los más ancestrales sistemas de organización social de La Española: el hato ganadero.

 

II.     En búsqueda de las raíces identitarias o la gallera dominicana del siglo XIX

1.      El rasgo hatero

 

Las relaciones sociales en el hato ganadero giran alrededor de un solo actor: el hatero, en su condición indiscutible de patrón y jefe.

 

En ese tenor, el hato y la plantación azucarera pueden ser objeto de un contrapunteo por vía de la relación laboral. Se asemejan por la dependencia, tanto de los peones ganaderos, como de los trabajadores de campo azucarero, respecto a sus respectivos jefes. A pesar de esa similitud, en ningún momento se confunden entre sí puesto que en el mundo azucarero no hay trazo alguno del paternalismo que es dominante en el hato ganadero.

 

Desprovistos de poder y de derechos frente al amo, los esclavos y sus sucesores, los peones, soportaron un tipo de convivencia cuya subordinación contrastaba con la cuasi -por no afirmar que- absoluta desprotección de todo derecho que padecían los campesinos en zonas rurales y montañosas del país y, en especial, los braceros azucareros en las plantaciones agroindustriales.

 

En cualquier hipótesis, debido a la relativa proximidad social de los actores dominicanos en el hato ganadero, cabe advertir una serie de fenómenos culturales distintivos del territorio particularmente oriental de la recién emancipada república en 1844.

 

a. El primer fenómeno significativo viene dado por la relativa cercanía y solidaridad interétnica y de corte paternalista que terminó favoreciendo el cruce racial distintivo de la comunidad mulata dominicana; y de ahí, en tanto que identificada con el patrón ideal, la preferencia general de los pobladores por los rasgos distintivos del blanco tenido por “rubio” o, en su defecto, por el blanco de la tierra.

 b. También es admirable, segundo, el predominio en el país de un solo idioma (el castellano o español) poco afectado por otras lenguas de ascendencia africana o afroamericana que ni siquiera derivaron en un dialecto.

 c. Cargado igualmente de consecuencias significativas, tercero, sobresale el uso más distendido del recurso tiempo, en tanto que, a pesar del trabajo requerido en el hato, la faena laboral no estaba sometida al ritmo y rigor productivo de un régimen capitalista produciendo para un mercado tentativamente libre, como primero lo fue el tabacalero y ulteriormente el azucarero.

 d. Como colofón, cuarto fenómeno social de notable significado, son de advertir unas relaciones de poder afectadas de subordinación y paternalismo clientelar, tanto en las haciendas primigenias, como en sus derivados ulteriores. En todas sus modalidades y momentos, esas relaciones esconden el mismo fenómeno: el relativo ocultamiento del autoritarismo vertical que atraviesa de manera unidireccional la relación patrón-cliente, en dirección descendiente de aquél hacia éste.

 

Dado su raigambre hatera, las relaciones sociales todas dependen del contacto directo, personal, zalamero entre dos o pocos sujetos más, arropadas por un trato simpático y personalizado, aun cuando entrañan como condición de posibilidad una considerable asimetría de poder entre las partes y una incuestionable dosis de conducta dócil del peón hacia su patrón, y de engreimiento de éste hacia aquél.

 

Esa debe ser la hipotética explicación de por qué las relaciones e intercambios de ascendencia hatera, incluyendo la caudillista, encuentran sus verdaderos epígonos contemporáneos en el mundo de la política y de la administración pública, al tiempo que se diferencian de los rasgos que predominan en todos los otros modos de convivencia en el país, comenzando por el tabacalero.

 

2.      El gen tabacalero

 El gen cultural tabacalero surge por lo menos desde aquellos tiempos en que “el conuquero pegaba sus huellas digitales”, “su mujer era testigo de un acuerdo para asegurar el buen uso del dinero”, y “la palabra empeñada valía más que cualquier documento notarial”, según recuerda Eduardo León Asencio evocando siglos atrás en la despoblada colonia de la Española (Lora 2018: 422).

 A diferencia del hato, donde un patrón ordena y todos los demás obedecen en fingida condición de cercanía: o del minifundio campesino, abandonado a su suerte en terruño de subsistencia; e incluso de la plantación azucarera, en la que picadores de caña perduran segregados de toda la población restante, la vega tabacalera es una telaraña de actores semejantes que -por iniciativa y a riesgo propio- todo lo articulan y promueven.

Con razón, Pedro F. Bonó llamó al tabaco “el verdadero padre de la patria  (citado en Rodríguez Demorizi 1964: 199).

Merecida paternidad simbólica en función de su tradicional don de inclusión social y de promoción recíproca, tanto del tabacalero, de su familia y de sus vecinos echando días cada uno en los predios de los demás, como del transportista de los serrones de tabaco criollo, los almacenistas locales y sus obreros, las casas exportadoras de la hoja, el personal y los estibadores del puerto de salida del producto y, por último, las casas exportadoras que compran en el país y venden a las casas matrices en el exterior.

 En esa intrincada y compleja red de apoyo comunitaria cooperan y se benefician todos aquellos en lo que se sustenta una causa colectiva. 

 Hechura de ese cultivo tradicional -por demás oriundo de la isla- el gen tabacalero se desarrolló y predominó gracias a un gran deseo y espíritu de superación de parte de todos esos actores que aúnan esmeros y dedicación en una tarea común.

 Abanderados de igual propósito mercantil, connatural a su reproducción social y espíritu transaccional, el empuje y la laboriosidad individual de cada uno y de todos al unísono, infunden y transmiten la característica ejemplar del tabacalero debido a su sentido práctico de interdependencia social. Su rasgo simbólico consiste en que cada sujeto humano se cuida y se supera a sí mismo en la justa medida en que depende e intercambia con los otros. No en detrimento o a costa de los demás, sino en beneficio recíproco.

 Esa característica no tiene precedentes en el mundo campesino dominicano. En éste se vive desprotegido y al margen del resto de la población. Tampoco puede verificarse en los cañaverales en los que pulula una población igualmente excluida, postrada, desposeída y absolutamente ajena y sin control de los objetivos y propósitos de acumulación de poder y de riqueza que persigue, desde las antípodas de su relación laboral, el dueño de la plantación y del ingenio azucarero.

 Otro tanto puede aducirse en lo que se refiere al hato o al mundo maderero y a sus respectivos legados culturales. Por un lado, el mundo comercial de la explotación maderera carece de unidad funcional que lo aglutine y promueva de manera sostenible en el tiempo, dado el abuso irracional del recurso que explota y el continuo carpe diem que padece la población aglomerada en improvisados campamentos de corte o en las periferias de poblados y parajes rurales. Y, de su lado, el hato no exhibe dinamismo alguno, ni en términos de movilidad social ni económica ni cultural.

 Por demás, cómo olvidar que, al igual que la burocracia política que hereda la idiosincrasia hatera, ésta se cobija en la rutinaria quietud y la aparente poltronería de relaciones clientelares y no, como en el mundo del tabaco, de asumir riesgos en aras de la relativa promoción recíproca de todos los concernidos.

 Por múltiples vías se llega al mismo desenlace a propósito de la idiosincrasia tabacalera.

 a. Así como un grano de sal condimenta los alimentos, la herencia tabacalera, cuando trasluce en condición de meme cultural dominante -por ejemplo, en pleno siglo XIX- deviene consubstancial a la composición sociocultural dominicana por su conciencia de igualdad y capacidad de integración.

 b. Gracias a su legado cada sujeto asume su individualidad y se reproduce a sí mismo de manera autónoma, pero en tanto que aunado y superado en los demás, sin que en esa empresa colectiva intervenga o sea determinante la mano gubernamental o plegarse y someterse a alguna instancia de poder arbitraria y repetidas veces despótica.

 c. No en balde lleva orgullosamente en su pecho dos preseas de oro: la de la primera apertura autónoma al libre mercado internacional de un producto dominicano, y sin contar para eso con otro apoyo que no sea exclusivamente de facto su ingeniosidad y osada iniciativa; y, la segunda, ideales patrios más liberales que implicaron la restauración de la pretendida autonomía dominicana.

He ahí lo que lo hace inconfundible pero inseparable del orden azucarero cuyo predominio se impondría durante finales del período decimonónico y gran parte del siglo pasado, superando el verticalismo hatero y la convivencia tabacalera.

 

3.      El talante azucarero

 

El talante azucarero aparece a finales del siglo XIX, no en las fincas azucareras de un ingenioso pero vetusto trapiche, sino en los latifundios de ingenios que resultan de una inversión agroindustrial de índole capitalista. Para no pocos, esa agroindustria, denominada la columna vertebral de la economía dominicana durante gran parte del siglo XX, representa la cualidad inalienable de la identidad dominicana.

 

No obstante, nada más lejos de la verdad. La cualidad azucarera ni siquiera impacta a la mayoría de la población dominicana y, en la que sí incide concierne, no la afecta de manera homogénea. Como se verá, la razón es sencilla: una cosa es el mundo económico, otra el reino de este mundo que culturalmente es mucho más complejo y diverso.

 

Para dejar al desnudo esa realidad divido la exposición en dos momentos: (a) uno relativo a la mayoría de la población afectada de manera directa en el país por el rasgo azucarero; y (b) otro a propósito de quienes propician ese estado de cosas y se valen de su influencia para sustentar su predominio.

 

a. La mayoría de la población dominicana, independientemente de su extracción social y de su ascendencia étnica, es ajena y no está expuesta a las condiciones de vida y de disciplina laboral que imperan a nivel de campo en la actividad azucarera.[4] Los habitantes recluidos en los campos de caña de azúcar constituyeron y siguen constituyendo una minoría poblacional en el país y, para colmo, siempre han sido tenidos formalmente como extranjeros.

 

Esa población azucarera habita de espaldas a la sociedad dominicana recluida en bateyes esparcidos a lo largo y ancho de cada plantación latifundista. La idea genérica de los bateyes fue concebida por las tropas de ocupación estadounidenses, a inicios del siglo pasado, con un solo propósito e interés: facilitar acceso a pie a los braceros retenidos en ellos a lugares predeterminados de tiro y corte de la caña. Desde aquel entonces, se vieron privados de comodidades y hasta de servicios tales como agua potable, salud, educación, transporte, recreación y otros.

 

En cada batey -principalmente de campo, pero también en los de servicio y en el central de cada ingenio- pululaban sembradores y braceros de caña, linieros, carreteros y pesadores que rara vez comparten su rutinaria y sudorosa existencia con guarda campestres, capataces, mayordomos, empleados e ingenieros del ingenio en general, amén de los publicitados bodegueros o eventuales docentes y personal de salud de las zonas limítrofes.

 

Si algo debe quedar claro en ese contexto es que el hombre del batey, y todos ellos juntos con sus respectivos dependientes, en poco se asemejan al popular y folklórico “negrito del batey”.

 

El hombre del batey -extranjero o tenido como tal y menos veces como dominicano- se diferencia del resto de la población dominicana. Se les recluta y tiene formalmente como extranjeros aislados en una distante plantación agroindustrial. Provinieron en una época temprana de las Islas Vírgenes, Puerto Rico, Antillas Menores, y más recientemente, de Haití. Subsisten sometidos a largas horas de extenuantes y sudorosas faenas que agotan diligentemente dada su sumisión laboral férrea e incondicional. La voz de mando que obedecen es única y exclusiva, pues emana de la boca del administrador y/o propietario de la plantación y les llega encadenada por los eslabones de sus representantes e intermediarios. (Ferrán 1986)

 

Así, pues, en contraste con lo que acontece en el resto del conglomerado poblacional dominicano, -donde la gran mayoría de la población dominicana comparte de manera informal, por iniciativa propia y de espaldas a las condiciones de vida propias al batey azucarero-, en los cañaverales la vida humana se reproduce enajenada de sí, desposeída de voluntad propia, retenida bajo el completo dominio que el administrador o su representante ejerce sobre la mayoría absoluta de los bateyes. 

 

Huelga explicar, por tanto, por qué está comprobado que “el dominicano no corta caña”. Una cosa es la evocación artística e incluso religiosa o folclórica del cañaveral, pero otra muy distinta sus inducidos valores, hábitos, costumbres y sobre todo patrones de comportamiento y condiciones de vida.

 

De ahí el vivo contraste de ese reducto poblacional con el resto de quienes pueblan la geografía dominicana. A modo de contraste original, tanto el campesino, como el tabacalero, poseen un medio de producción propio que salvaguarda su efectiva reproducción, por precaria que ésta sea, a diferencia de cualquier foráneo hombre del batey segregado en un campamento de trabajo al que -a lo sumo- solo se le permite un exiguo surco de tierra para que ahí siembre algunos víveres de consumo individual.

 

Por demás, los hombres del cañaveral no gozaban de la libertad de tránsito de la que sí disponían en contraposición a ellos, tanto los campesinos y los tabacaleros, como los peones ganaderos y los cortadores de madera, en sus frecuentes y libres desplazamientos en la geografía dominicana.

 

b. El talante azucarero se manifiesta no solo, en función de los de abajo, subyugados en el cañaveral, sino más bien en el resto de la sociedad dominicana cuando con él irrumpió a finales del siglo XIX la verdadera gran transformación[5] de la sociedad dominicana.

 

Esa ruptura consistió en la puesta de hecho y de derecho del poder estatal al servicio de un grupo económico en particular. Ese fenómeno no se había registrado ni con los tabacaleros, aún menos con los campesinos y, en sentido estricto, tampoco con los hateros y los madereros.

 

Con la irrupción de la agroindustria azucarera en el dominio público, y teniendo como actores principales a quienes han sido identificados como “barones”, lores” y “zares” del azúcar, dejó de funcionar el acostumbrado proceso de aculturación en el seno de segmentos mayoritarios del pueblo dominicano. La raigambre hatera, así como la tabacalera, la campesina, la maderera u otra cualquiera de las más tradicionales, pasaron a un estado de cosas recesivo, sometidos por el dominio azucarero.

 

Llegaba así, por gravedad propia, -con o sin arritmia histórica[6]-, la hora de la manipulación y uso en beneficio propio y desde arriba de los hilos del poder político y económico del país por parte de un grupo exclusivo de la sociedad dominicana.

En efecto, los regentes de la floreciente y primera agroindustria del país, la azucarera, transgredieron el acostumbrado desconocimiento con el que los más diversos actores públicos desplegaban sus actividades económicas de espaldas o desconociendo la autoridad estatal y a sus representantes. Testigos de ese constante desconocimiento de la autoridad gubernamental fueron, según los anales patrios, esa legión de tabacaleros, campesinos, leñadores, dueños de aserraderos y comerciantes de madera, y sin por tanto excluir parcialmente a la baja empleomanía gubernamental, todos[7] los cuales operaban de espaldas a las disposiciones de los gobiernos de turno.

 En contraposición a todos esos, el recién surgido magnate azucarero rompió la usanza dominicana en la materia, y una y otra vez recurrió a los representantes del poder estatal -de sucesivos gobiernos- para garantizar la seguridad jurídica de la propiedad privada de los antiguos terrenos comuneros, así como de sus negocios e inversiones.

 De manera afín, por medio de esa misma articulación de sus relaciones sociales influenciaban e incidían en asuntos relacionados con el control del mercado en el que operaban, la gobernanza del país, la seguridad jurídica de sus negocios y en cuanta relación social favoreciera su ascendencia social y sus operaciones industriales, agrícolas, comerciales y financieras.

 El impacto de dicha gran transformación se centró en el jefe azucarero y su contraparte en el Estado dominicano y a partir de ahí irrumpió en el tejido social dominicano. Sin embargo, a pesar de tanto poder ahí acumulado y centrado, su manipulación no se tradujo en modificaciones directas en términos de valores, costumbres y patrones de comportamiento culturales de la gran mayoría de una población que, libre de la reclusión característica del cañaveral, permanecía refugiada en la típica marginalidad de su tradicional quehacer cotidiano en minifundios campesinos y tabacaleros, parajes rurales, fincas tabacaleras, hatos ganaderos, comercios rurales y semirurales, aserraderos y otros espacios afines.[8]

 Desde aquel entonces se comienza a valorar la utilidad del poder gubernamental como aliado estratégico, originalmente a disposición del emergente gran empresariado azucarero en el país y de subsecuentes sectores de poder en el gran teatro del mundo dominicano. 

 El mimético jefe azucarero que controlaba cuasi omnipotentemente su plantación agrícola e ingenio industrial, al profundizarse la alianza de los poderes económico y político, desvirtuó con creces las modalidades de convivencia y de diferenciación que prevalecían desde antaño en la organización hatera entre el patrón y el peón; en la maderera entre el leñador y los aserraderos y comerciantes de la madera; e incluso en el aparato gubernamental entre el mandamás de turno en Santo Domingo y la población en general y por aisladas regiones del país.

 Adulterando el orden establecido, exhibió un nuevo modelo de organización con base en mayores recursos de capital y nuevas fuentes de desmedida e incontrolable eficacia en la toma de decisiones nacionales.

 El batey en el que se enraizaba tanta fortuna pasó a ser, por consiguiente, cicatriz y símbolo eficaz de dos poblaciones -la tradicional y la confinada- adyacentes, pero inconfundibles y circunscritas por el cúmulo del poder recién adquirido a partir de los predios azucareros.

 Poder tan superlativo ese en medio de la geografía dominicana que rebasó por mucho cualquier pretensión decimonónica de distinción patriarcal en medio del campesinado tradicional, o pseudo alcurnia en un conuco tabacalero entretejido por medio de redes de colaboración de naturaleza mucho más inclusivas y democráticas.

 

III.           La pregunta

Como consecuencia del contrapunteo de los más diversos comportamientos en los órdenes sociales tradicionales en el siglo XIX, procede la formulación de una última pregunta.

 En medio del fragor de la imaginaria gallera decimonónica, la cuestión que cada estudioso e interesado en el desenvolvimiento y transformación de la realidad social ha de hacerse y responder es ésta:

 

Dado el legado que cada una de las raíces culturales de la sociedad dominicana aporta al presente, ¿cuál de ellas, -independientemente de que esté en estado dominante o recesivo-, cuenta con mayor potencialidad para extender el desarrollo sostenible del pueblo dominicano, como “dominicano”, en medio de la comunidad internacional?

 

No se trata de una cuestión bizantina en el reino de este mundo, sino de asuntos vitales que conciernen, tanto el significado y el sentido de nuestro actual quehacer, como el de las futuras generaciones.

 Es en ese contexto, por consiguiente, que dicha pregunta espera una respuesta consensuada de todas y de todos nosotros. En particular, debido a lo que somos como dominicanos y a lo que estamos llamados a ser -en el concierto de tantas otras naciones- en tanto que dominicana.

 En lo que a mí respecta, mantengo mi a priori favorable respecto al gen tabacalero; no de manera exclusiva, pero sí preferencial.

 Con la perspectiva de los de abajo, -léase bien: a nivel de pueblo y no de notables figuras aisladas de éste en las mesas de poder o ubicadas en los anaqueles de la historia o en las páginas de revistas de estirpe-, sostengo que el gen tabacalero encarna la piedra angular del sistema organizacional dominicano. Su característico meme cultural, asumiendo metafóricamente el papel de esa piedra angular entre muchos cantos y paredes, aúna y preserva la edificación temporal de lo dominicano.

En concreto, su empuje independiente renueva esa construcción desde su estado de informalidad en medio, tanto de la modernidad y del crecimiento económico del país, como de funcionarios gubernamentales que paradójicamente contribuye a elegir al tiempo que los desconoce cuantas veces decide reproducirse y superarse al margen de ellos.

  

IV.            Bibliografía

 

Andújar, Carlos:

---“Dominicanidad y siglo XIX”, Discurso de ingreso a la Academia Dominicana de Historia, texto manuscrito, Santo Domingo, 2018: 17pp

Bosch, Juan:

---Trujillo. Causas de una tiranía sin ejemplo, Santo Domingo, ed. Alfa & Omega, 8va reimpresión, 2009.

Herrera, Jochy:

  ---Estrictamente Corpóreo, Santo Domingo, Colección Cultural del Banco Central de la República Dominicana, 2018.

 Ferrán, Fernando I.:

---Tabaco y Sociedad. La organización del poder en el ecomercado de tabaco dominicano, Santo Domingo, Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales, 1976.

---«Actitudes y valores de la población cañera»; en F. Moya Pons (ed.): El Batey: Estudio socioeconómico de los bateyes del Consejo Estatal del Azúcar, Santo Domingo, Fondo para el Avance de las Ciencias Sociales, 1986: 103-147.

---Los herederos. ADN cultural del dominicano; Santo Domingo, col. Banco Central de la República Dominicana, 2019.

 James Rowlings, Norberto:

---Sobre la marcha. Santo Domingo: Ediciones Futuro, 1969.

 Landolfi Rodríguez, Ciriaco:

-----Apuntes para una teoría de la nacionalidad dominicana, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, Sección Nacional Dominicana, Santo Domingo 2011.

 

Lora, Ana Mitila:

---Memoria del Siglo, Santo Domingo, Editorial Universitaria Bonó, 2018.

Marrero Aristy, Ramón:

---Over, Santo Domingo, Editoria Taller, 18ª. Ed.), 1998.

 Mir, Pedro:

---Hay un país en el mundo, La Habana, Talleres de La Campaña Cubana, 1949.

Moya Pons, Frank:

---El Gran Cambio: La transformación social y económica de la República Dominicana, 1963-2013; Santo Domingo, Banco Popular Dominicano, 2014.

 Ortiz, Fernando:

---Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, original de 1940, Madrid, Cátedra, 2002.

 

Polanyi, Karl:

---La Gran Transformación: Crítica del liberalismo económico, Madrid, Ediciones de la Piqueta, (original 1944), edición de 1989.

 

Rodríguez Demorizi, Emilio (ed.):

---Papeles de Pedro F. 1964, Editorial del Caribe, C por A, Santo Domingo, 1964.

 

 

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[1] A este propósito, ver Ferrán 2019: 59 y ss.

[2] La sociedad hatera juega un rol protagónico desde muy temprano en La Hispaniola en la conformación de la identidad dominicana. No faltan por ello mismo quienes -obviando la complejidad constitutiva de la dominicanidad- argumentan que “es el hato ganadero el fundamento de constitución de la identidad cultural dominicana, contrario posiblemente a lo sucedido en otras partes del continente americano incluyendo el Caribe, que por mucho tiempo fue dominada por la plantación cañera, y la idea que fuere éste que influyere en sus identidades” (Andújar 2018: 16). Un buen sostén de esa afirmación se encuentra en los estudios de Ciriaco Landolfi (2011).

[3] Esa compleja red de articulación social está expuesto en Ferrán 1976, donde se contraponen la experiencia decimonónica y la verificada a nivel de estudio de campo antropológico durante la segunda mitad del siglo XX.

[4] Téngase en cuenta que la siguiente exposición no desconoce grandes y valiosos aportes literarios y otros, salidos del mundo del cañaveral y expuestos con valor y maestría en obras tales como por ejemplo las de Pedro Mir (1949), Ramón Marrero Aristy (1998), Norberto James Rawlings (1969) y otros, tanto de una u otra experiencia vital y formación profesional. La cuestión es que la realidad a la que ellos estuvieron expuestos, y a la que por tanto se deben y por eso delatan también, no es la más común y generalizada para la mayoría población en el resto de la geografía dominicana. La realidad dominicana y la idiosincrasia que de ella deriva no se agotan ni reducen al ingenio y al batey de la agroindustria azucarera.  

[5] En su importante estudio de 1944, La Gran Transformación, Karl Polanyi (1989) analiza el paso de una economía donde hay mercados regidos por la reciprocidad y el trueque a una sociedad pura y exclusivamente de mercado. En ésta todo pasa a ser una se mercancía, como había previsto Karl Marx. Polanyi muestra que ese sistema económico de mercado deforma unilateralmente la visión que se pueda tener del hombre y de la sociedad, llegando incluso a ponerle valor monetario al trabajo humano por primera vez en la historia universal. De ahí que los principios de reciprocidad, de redistribución y de intercambio, los mismos que dan cuenta de las formas históricas que adoptaron las relaciones económicas en las diversas formaciones sociales primitivas o de sociedades pasadas, no sólo permiten críticar el carácter excluyente de la economía capitalista liberal, sino que al mismo tiempo proporcionan un contraste alternativo del que podemos extraer lecciones para una integración más ecológica y humana de la economía en la sociedad contemporánea.

[6] “La arritmia histórica de nuestro país nos ha dado más de una vez ese caso de desarrollo económico y social fuera de orden. Lógicamente debimos tener una oligarquía antes que una burguesía, pero no sucedió así a causa de esa arritmia característica de la historia dominicana”, (ver, Bosch 2009: cap. VII). Juan Bosch, al analizar la dictadura de Trujillo en el contexto de la historia dominicana, elabora una novedosa tesis que consiste en proponer que la historia de la República Dominicana se ha visto afectada, desde sus orígenes, por dicha arritmia. En un  contexto de procesos históricos constantes, esa arritmia histórica significa que la historia patria no ha discurrido de igual manera que la de otros pueblos de mundo. Ese fenómeno anómalo tiene su explicación en el hecho de que España también experimentó una anomalía histórica con respecto a las otras naciones europeas, como las más desarrolladas (Inglaterra, Países Bajos, Francia) en su comprensión lineal -por no decir críticamente unilinear o unidireccional- de la historia. En ese contexto, la arritmia dominicana termina siendo de naturaleza reincidente. De acuerdo a Bosch se debe a una España cuyo período medieval no transcurre como en el norte de la península europea, sino bajo el dominio de los árabes. Y, en última instancia, a que el autor de referencia asume que la finalidad e historia de la humanidad es única e idéntica a sí misma; de modo que mientras unos pueblos despejan el camino, pues van a la vanguardia de un proceso único, otros siguen pero rezagados.

[7] Pudiera añadirse también, a modo de enraizamiento histórico con lo acontecido en siglos anteriores, a aquellos súbditos de la Corona española que comerciaban en el oeste y noreste de la colonia de Santo Domingo con bucaneros y corsarios para poder reproducirse y subsistir, huérfanos como estaban de toda autoridad real.

[8] Ese proceso de transformación precede otro que acertadamente ha sido denominado “el gran cambio” por Frank Moya Pons (2014) Y que aconteció -tras el tiranicidio del 30 de mayo de 1960- como derivado de la urbanización, modernización y democratización de la población dominicana.