Publicado por Acento.com.do, enero 18 del 2021.
Cuando Doña Antonia Fontanilla pegaba un botón a mi camisa, que había caído jugando a 10 con mis hermanos en el patio de mi abuela, repetía una y otra vez, como un mantra, con cada punzada de la aguja con su mano diestra, muy blanca, de venas muy azules, casi como el azul de sus ojos, “sobre vivo coso, sobre vivo coso, sobre vivo coso”.
Un día cualquiera que solicité de nuevo sus servicios para otro botón, salido de cuajo al sujetarme uno de mis hermanos por la camisa, en nuestros juegos, y yo seguir corriendo, volvió ella a repetir en cada paso de la aguja primero por el ojal y luego por uno de los agujeros del botón, “sobre vivo coso” y esa vez mi curiosidad no resistió.
“¿Antonia y
por qué me dices eso?”, le dije en el instante que mi abuela pasaba por detrás
de mí, en una de sus muchas vueltas por la casa, y vi los ojazos de Antonia ver
a mi abuela y me pareció que ésta negaba con la cabeza. “Son cosas del campo,
mi niño, cosas de mi campo” me respondió con su voz que aún recuerdo como muy
dulce.
Mi abuelo,
que leía el periódico en su mecedora de siempre, un poco mas allá, sin quitar
la vista del periódico dijo “es que ella cosía muertos en el campo”, sonriendo y
mirando el periódico, pero mi abuela respondió, casi glacial “José no le metas
miedo a los muchachos”.
A la subida
del Monumento en Santiago se encuentra una pequeña calle, de tierra aún en esos
tiempos, con algo muy característico en su final, tres cruces, de buen tamaño, aunque
distintas cada una y en cemento, pintadas de blanco en esa época y verlas me
producía escalofríos y las evitaba siempre que andaba por esa zona.
Una tarde
bajando del Monumento, después de jugar pelota y sin darme cuenta, tomé el
camino de las Tres Cruces y mi asombro no tuvo límites. La casita de la esquina
de la corta calle y de lado frente a las tres cruces era donde vivía Doña Antonia Fontanilla. Era un sábado de verano, por la
tardecita y Doña Antonia y su hija Luisa, con unos
ojos verde mango casi al madurar, que contrastaban con su negrísimo pelo
cortado como paje, estaban sentadas en el pequeño jardín de la casita tomando
el fresco en sillones de palitos blancos, como las cruces; siempre corría una
brisita hacia el pueblo de ese lado del Monumento.
“¿Muchacho y
tú por aquí?”. Si, es que estaba jugando pelota del otro lado del Monumento.
“Ah, pues ven y siéntate, descansa un poco”. Luisa sacó otro sillón de palitos
blancos y me dijo que me sentara que me traería de una limonada que recién
había preparado.
Y por
supuesto, me senté. Pero con mala suerte, pues quedaba de frente a las tres
cruces que se veían de perfil.
¿Antonia, y
esas cruces? “pues mira, cuando me mudé aquí, ya estaban. Me dijeron que una
señora, beata ella y muy rezadora las puso de cemento, que antes eran de
madera, para que algunos muertos descansen en paz”. Ahí mismo sentí grima.
“Dicen que en los tiempos de los generales ahí fusilaron a mucha gente”, siguió
contando Luisa, pasándome el vaso de limonada, que a pesar de que siempre me
quedaba viendo sus ojos tan verdes, acepté la limonada sin dejar de ver a las
cruces; la sensación de frio en mi mano, de la limonada con hielo, aumentó mi
sensación grimosa.
Ah, dije entonces,
tratando de aparentar una tranquilidad que no tenía, por eso es que tú siempre
dices “sobre vivo coso” cuando me pegas un botón de la camisa y la llevo
puesta.
Doña Antonia sonrió dulcemente. “Mira”, me dijo, “yo aprendí a
pegar botones y a coser ropa porque desde joven una vez me pusieron a coser
haitianos allá en mi campo,
cerca de
Dajabón, muchos haitianos que habían matado con palos y machetes. No querían
enterrarlos con las heridas abiertas, en especial el pecho y la barriga, pues
su alma se quedaría suelta y buscaría a sus asesinos para darles mala suerte.
De ahí en adelante aprendí a seguir cosiendo muertos y todo tipo de ropa.”
Ahh,
contesté yo, atragantándome con la fría limonada. Dajabón, por la frontera,
¿verdad?
“en la
mismita frontera” fue su respuesta con su voz dulce, pero con algo que parecía
una sombra en sus ojos azul pálido.
Me pasaron
la mano por la cabeza, Luisa me dio un abrazo, di las gracias por la limonada y
seguí hacia mi casa, que ya estaba anocheciendo. Caminaba rápido, no quería
llegar oscuro. Las tres cruces, haitianos muertos con las barrigas abiertas y
el recuerdo de “sobre vivo coso” eran demasiadas cosas para mi joven mente, la
cual aunque siempre curiosa, no dejaba de asustarse de supersticiones, muertos
y cruces.